La crisis En Europa

NR – Hace poco visitamos por dos semanas el Sur de Francia y el Norte de España, luego el Sur de España y el Norte de África; las cosas están como lo describe el escrito sobre Italia. Gracias al PNP Puerto Rico no está como España, Grecia o Italia, o peor.

La crisis cercena vidas en Italia

Cada día un pequeño empresario y un trabajador se quitan la vida agobiados por las deudas y la falta de expectativa para superar las dificultades

Manifestantes frente al Panteón de Roma protestan contra la política económica que ha causado una ola de suicidios en Italia. / ANDREAS SOLARO (AFP)

Si hay una palabra prohibida, esa es suicidio. Mucho más para las sociedades —como la italiana, como la española— que desde siglos han vivido a la sombra ética y estética de la religión. A pesar de que a los suicidas siempre se les negó un lugar en el cielo, en el camposanto y en los periódicos, los italianos se están quitando la vida por motivos económicos. A un ritmo de dos al día. Un pequeño empresario y un trabajador se sienten empujados diariamente a las vías del tren o a la horca por la desesperación que les provoca la crisis. No se llega todavía al récord espantoso de los griegos —1.725 suicidios en los dos últimos años—, pero la progresión es tan alarmante que hasta el primer ministro Mario Monti, tan católico, nombró al diablo por su nombre. “Todos los días luchamos para evitar caer en el dramático precipicio de Grecia, con tantos empleos perdidos y tantos suicidios”, dijo. No hablaba, por una vez, de la dichosa prima de riesgo o del déficit de las cuentas públicas. Hablaba por fin del coste humano. De Vicenzo, de 28 años, o de Roberto, de 62, que se ahorcaron agobiados por las deudas. O de Mario, de 59, que huyó de la crisis pegándose un tiro en el pecho.

La situación es tan dramática que, la noche del pasado miércoles, pequeños empresarios y trabajadores acudieron con velas al Panteón para exigir en silencio: “No más suicidios”. Unas horas antes, el propio Monti había admitido públicamente que la crisis está imponiendo “un precio altísimo a las familias, a los jóvenes, a los trabajadores… A veces con experiencias que se cierran en la desesperación”. En los últimos meses, raro es el día que los periódicos italianos no traen la noticia de un pequeño empresario que se arroja a las vías del tren, de un trabajador autónomo o de un desempleado que se ahorcan agobiados por las deudas y la falta de salida. Según Giuseppe Bortolussi, secretario general de Cgia di Mestre, una asociación de artesanos y pequeñas empresas, “para muchos de los que optan por quitarse la vida, el suicidio es un gesto de rebelión contra un sistema sordo e insensible que no acierta a entender la gravedad de la situación. Es un verdadero grito de alarma lanzado por quien ya no puede más”.

Hay un dato que a Bortolussi se le antoja dramáticamente representativo. De los 23 suicidios de pequeños empresarios registrados desde principios de 2012, el 40% pertenece al Veneto, la región del noreste de Italia que siempre ha sido un motor de desarrollo económico basado en la pequeña y mediana empresa. Los llamados “suicidios económicos” están provocados por un cóctel fatal formado por los rezagos de la vieja Italia y la nueva crisis global. “La lentitud de la burocracia, la dificultad para tratar con bancos y administraciones”, según se puso de manifiesto a la vera del Panteón, “se unen ahora a empresas endeudadas, pagos que se retrasan y jamás llegan… El pequeño empresario se ve abocado a despedir a personas con las que ha trabajado toda la vida, a verdaderos amigos, incluso a familiares… Intenta aguantar hasta que un día ya no puede resistirlo y…” Todo parece indicar que la situación seguirá agravándose. De ahí que al menos cinco asociaciones —desde Cáritas a organizaciones empresariales— ya hayan puesto en marcha servicios de ayuda psicológica a emprendedores y trabajadores en apuros. La más representativa, la que solo con el título lo dice todo, se creó el pasado lunes en Vigonza, en la provincia de Padua, a 25 kilómetros al oeste de Venecia. Su nombre: “Asociación de familiares de empresarios suicidados”.

El horizonte es muy oscuro. Sobre la mesa se van agolpando informes, el uno más pesimista que el otro. En los últimos tres meses, 146.000 empresas italianas echaron el cierre. Y el temporal no ha pasado. Según la asociación de comerciantes, 2012 será el peor año de la crisis y, según el Gobierno, hasta 2013 no se quebrará la tendencia. Desde el punto de vista del consumo, no se estaba tan mal desde los años de la posguerra. La mitad de las familias, dicho por el propio Monti, tienen problemas para salir adelante. Si en junio de 2011, el 28% de los italianos aún conseguía ahorrar algo al mes, ahora solo es un 9%. El 87% ya ha recortado en la cesta del supermercado y ya hay más de un millón y medio de familia abocadas a la caridad. No sería extraño, por tanto, que los datos de suicidios que arroja el último estudio de Eures —el portal europeo de la movilidad profesional— se llegaran a agravar: durante 2010 se suicidaron 362 desempleados y 336 empresarios o autónomos. Y eso que, entonces, ni la economía estaba tan mal ni existía todavía en Italia una nueva clase de desheredados, esos que aquí llaman esodati.

Un hombre participa en la manifestación celebrada el miércoles en Roma. /ANDREAS SOLARO (AFP)

Vincenzo Sgroi es uno de ellos. Su caso ilustra muy bien la angustia de muchas familias. Es uno de los 500 prejubilados de La Posta, el servicio de correos que también actúa como caja de ahorros. Aceptó renunciar a la indemnización de 70.000 euros que le ayudaría a llegar hasta la jubilación a cambio de que uno de sus hijos tuviera la oportunidad de colocarse, fijo, en la empresa pública. Un sistema muy discutido por los sindicatos, que lo consideran medieval. En tanto, fueron llegando la crisis primero y el Gobierno de Monti después. Vincenzo se encontró con que el puesto fijo de su hijo es solo a tiempo parcial —15 días trabajando y 15 en casa— y que el sueldo no llega a los 700 euros. Pero lo más grave es que la reforma de las pensiones puesta en marcha por el nuevo Gobierno le ha alejado el horizonte de la jubilación. Cuando aceptó la prejubilación, solo le quedaba un año para jubilarse; ahora le quedan cuatro… Toda la impotencia se refleja en su rostro, en su pregunta: “¡¿Qué hago yo ahora?!”

Él y otros 65.000 prejubilados —350.000 según los sindicatos— creían que habían llegado por fin a la orilla de la tranquilidad y ahora se encuentran a tres o cuatro años de la costa, en aguas más frías y más profundas que nunca, sin fuerzas para aprender a nadar, con la vida arruinada. Todo el sufrimiento que se reúne en las ojeras de Vincenzo, toda la sensación de haber sido estafado, se convierte en un factor de riesgo. Es el grito de Italia contra la crisis. Un grito dramático. El disparo de una escopeta puesta del revés. El silbido de un tren que se acerca en medio de la noche…

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Cómo es la vida en un pueblo fantasma

El fracaso del sueño de Irlanda dejó poblados casi vacíos

Viviendas nuevas que antes costaban $650,000 ahora están disponibles a $280,000 porque no hay quién las compre. (BBC)

Por BBC Mundo  –  14 de mayo de 2012

Vivir en la ciudad irlandesa de Adamstown, a pocos kilómetros de Dublín, es tranquilo. Quizás muy tranquilo. La que una vez fuera símbolo de un apogeo económico sin precedentes es ahora casi un pueblo fantasma, monumento del fracaso del sueño irlandés.

Uno de los legados del boom inmobiliario que impulsó vertiginosamente el crecimiento económico de Irlanda desde los 90 hasta el inicio de la crisis en 2007 fue la proliferación de complejos residenciales que ahora están prácticamente vacíos. Como en Adamstown.

Son las diez de la mañana de un día de semana y soy el único pasajero que se baja del tren. Esta reluciente estación tiene cinco plataformas, aunque durante la mayor parte del día sólo se detiene aquí un tren por hora.

Las barreras automáticas están levantadas. Cuando paso, un aburrido y solitario empleado asiente con la cabeza desde el único kiosco que se encuentra abierto.

Al final de las escaleras puede verse una placa de metal con letras doradas: «Estación de Adamstown, inaugurada oficialmente el 16 de abril de 2007 por Bertie Ahem», el ex jefe de gobierno de la República de Irlanda.

Abril de 2007 fue uno de los últimos meses donde prevaleció el optimismo. Una época en la que todavía se podía respirar esperanza, justo antes de que el llamado «tigre celta» cayera fatalmente enfermo.

Desde mediados de los años 90 Irlanda comenzó a enriquecerse. Las compañías multinacionales contrataban personal, se abrían nuevos negocios, llegaban inmigrantes de Europa del Este y muchos irlandeses regresaban a su país para participar de las ganancias del auge económico.

La ciudad necesitaba nuevas casas para la población creciente y así fue como en 1998 se esbozaron los planes para fundar una nueva gran ciudad. Diez mil hogares para albergar a 25,000 personas.

El lugar geográfico no podía ser mejor, un campo verde al lado de la principal vía ferroviaria, a menos de 15 minutos de Dublín y cerca de la carretera que conecta la capital con el noroeste del país.

En 2006, en el momento más álgido de la burbuja inmobiliaria, las primeras propiedades salieron a la venta.

Repitiendo una escena común de la época, potenciales compradores hacían largas filas para ver los inmuebles. En los primeros dos días se vendieron 330 viviendas.

Hoy día una casa de 4 habitaciones cuesta $280,000. Antes del colapso económico costaba $650,000.

«Adamstown, un concepto totalmente diferente», dice el folleto que me entrega cordialmente el agente inmobiliario mientras me muestra una de las casas.

«¿Cómo van las cosas?», pregunto. «Está lento», admite. Hoy, una casa de cuatro habitaciones cuesta alrededor de $280,000. Una propiedad similar costaba cerca de $650,000 antes del colapso.

Fuera, un hombre de seguridad me mira desde su camioneta estacionada cerca de unos tablones de madera que estaban destinados a la construcción de otras viviendas.

«¿Cuándo van a empezar los trabajos de construcción?», le pregunto. No sabe qué responder, pero la vendedora sale en su ayuda y me contesta con entusiasmo: «En las próximas semanas, espero», dice.

«¿Cómo es vivir aquí?», le inquiero. «Tranquilo», responde, «muy tranquilo».

En la actualidad, poco más de 1,200 casas están habitadas. Las familias con niños cuentan con los servicios necesarios.

Hay dos escuelas primarias y una secundaria. Las salas de las guarderías están llenas de niños, pero éstas son las únicas señales de vida que veo mientras recorro las calles de la ciudad.

A no ser por el cartero, dos obreros municipales que reparan una carretera y un corredor solitario, el lugar parece desierto.

El silencio sólo se ve interrumpido por los anuncios de la estación de tren que informan a los pasajeros inexistentes que se alejen del borde de la plataforma porque se aproxima un tren.

Quienes llegaron a vivir aquí primero escucharon una y otra vez que su instinto pionero sería recompensado. Les aseguraron que habría 50 tiendas, nueve restaurantes y dos bares. Hoy día la ciudad tiene solamente un almacén de provisiones, una peluquería y una pizzería.

Se planificaron cuatro parques para crear un oasis verde para sus habitantes. Había proyectos para construir un gran biblioteca y una plaza con cafés y un cine con ocho salas.

En una obra abandonada todavía puede verse un gran afiche que muestra a cinco niños nadando. El permiso para construir un centro de deportes fue aprobado en 2008, pero éste nunca llegó a materializarse.

Sin embargo, pese la sumatoria de fracasos, existe un sentido de comunidad en Adamstown. No hay una iglesia, pero sí una asociación de atletismo y grupos de ciclismo y de caminatas.

La proliferación de apellidos asiáticos en el club de cricket y las clases de inglés que ofrece una de las escuelas reflejan una Irlanda más multicultural que antes.

Y aunque representan menos del 10% de lo que estaba planificado, las casas que se construyeron son modernas y confortables.

Mientras camino hacia la estación, dejando atrás los viejos afiches que hablan de un emprendimiento prometedor y un estacionamiento de bicicletas vacío, no puedo dejar de pensar en lo que el futuro le deparará a Adamstown.

Al igual que en muchos otros aspectos de la vida en Irlanda, me da la sensación de que aquí está apretado el botón de pausa. Quizá los años por venir le devuelvan a Adamstown la esperanza.

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