Derecho cubanos – Por Faisel Iglesias

Derecho cubanos

Faisel Iglesias

«De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla de pensamiento.”

José Martí

El 26 de Julio de 2007, General Raúl Castro, hablo de la necesidad de “cambios estructurales y de conceptos.” Atendiendo a su llamado, el Monseñor Carlos Manuel de Céspedes García-Menocal, descendiente del Padre de la Patria y representante de la Iglesias Católica, la institución mas vieja de la humanidad, en un artículo titulado: “Cuba Hoy: Compatibilidad entre cambios reales y panorama constitucional”, publicado en Espacio Laical Digital, contribuye a la profundidad del debate con un análisis históricos … “desde que los cubanos ilustrados comenzaron a pensar en Cuba como una realidad política distinta de España”…hasta nuestros días. Creo que el fenómeno es más complejo y tienes raíces más profundas, que Cuba, más que el resultado de accidentes políticos, es la consecuencia de encontradas concepciones de la sociedad, el estado y el derecho.

Chavez, Fide,l Raúl

Chavez, Fide,l Raúl

Por un lado la concepción oriental, que ha seguido un desarrollo colectivo, colectivizante, de hombres que de servidores de la sociedad han devenido en servidos por los pueblos, cuyos más claros ejemplos lo han sido, a través de la historia, los regímenes despóticos de Egipto, Mesopotamia y La China, en la antigüedad, y en la era moderna los gobiernos totalitarios de Europa del Este; y la concepción occidental, que ya en la antigüedad había disfrutado de una unidad estructural; la que le ofreció el imperio romano – el derecho romano !- y que llegó a tener por más de mil años la esencia de toda una cultura en un idioma común; el latín y una espiritualidad en la cristiandad, capaz de fundamentar la revolución mas trascedente que haya conocido la humanidad en el valor más trascendente y ennoblecedor; el amor.

Cuba, como toda las Américas, es parte del mundo occidental.

Por accidente de la historia el camino institucional de occidente se bifurco: por un lado, lo que conocemos como el Derecho Común – con su tradición de respeto a los derechos individuales, de frenos a los poderes del estado y la independencia de la judicatura, que se entendió a las Trece Colonias de América del Norte, las que, como resultado de su Independencia, promulgaron la única constitución en el mundo que erige al ciudadano en soberano – en definitiva Dios nos hizo a su imagen y semejanza-; y por otro, la concepción Latinas, que nos llego con España, y que a pesar de la Carta de Las Cortes de León de 1188, que para muchos estudiosos significa el primer antecedente de lo que conocemos como constitución – consagraba también derechos individuales y limitaba las facultades del Monarca – que en definitiva resultó letra muerta, dada las necesarias concentraciones de poder en el proceso de reconquista y a la misma naturaleza de la concepción autocrática que la invasión mora había impregnado en la sociedad de “Las España”.

La implantación del Estado y el Derecho en Cuba

El desarrollo científico del siglo XV, le permitió al Viejo Continente, «buscar nuevas rutas para el comercio» por lo que en 1492, el más iluminado de los almirantes, con la ignorancia de creer que Cuba era Cipango y Haití era la China, y que los habitantes de Cuba y Haití eran los habitantes del país de las “vacas sagradas”, proclamo haber descubierto la tierra más fermosa que ojos humanos han visto.
Colón, el precursor de la cristianización de América – a costa del sacrificio de los nativos y sus valores – había expresado su intención de coronarse virrey de las nuevas tierras. Y, en su diario escribió la palabra oro 139 veces y la palabra Dios o la frase Nuestro Señor sólo 51, y el 27 de noviembre de 1492 consignaba: «tendrá la cristiandad negocio en ella».
Abierto el camino por Cristóbal Colón, se apareció, tras su ruta, en 1512, por el oriente del largo lagarto verde, Diego Velázquez, capitaneando a trescientos hombres, los que, por sus procederes, santos y señas más bien reflejaban venir de las entrañas dantescas de las cárceles de la época (sin menospreciar a algunas de las de nuestro tiempo) que de un puerto de la Española – nombre que le daban entonces los conquistadores a la original Quisqueya, hoy la hermana República Dominicana-.
A fuerza de fuego, espada, enfermedades y muerte implantaron -diz que en el nombre de Dios-, una sociedad, estado y un derecho extraños, culminantes de una realidad foránea especialísima, que la -¡siempre!- isla de Cuba no vivía. Fue una sociedad apenas sin elementos, un estado y un derecho precarios, donde se confundían las potestades políticas, militares y en algunos casos las judiciales, en los mismos funcionarios y que, trescientos años después, en los albores del siglo XIX, se mantenía con insignificantes variaciones. No fue hasta el año 1812, en que al darle las Cortes de Cádiz una constitución a la península que se extendió a la isla, Cuba no contó con una carta magna, en el sentido moderno de la palabra, creadora de supremas instituciones.

Guáimaro: dos concepciones del Estado y el Derecho

Carlos Manuel de Céspedes, cuando la realidad era insoportable y la dignidad humana y nacional eran pisadas por el arcaico, explotador y cruel sistema colonial, mientras muchos vacilaban, como con fuerzas tremendas, venidas de las entrañas imperfectas de la tierra, se lanzó a todo galope a conquistar la independencia a filo de machete, convencido de que con sólo 12 hombres bastan para lograr la libertad de Cuba, proclamándose Capitán General del Ejército Libertador de Cuba, mando centralizado, para asegurar el triunfo de la revolución independentista, como paso previo a la república democrática.
Ignacio Agramonte, meses después, en el potrero de Guáimaro, en la Constituyente de la primera República en Armas – ¡el Belén institucional de la Nación Cubana! -, liderando a un grupo de intelectuales liberales, se opone resueltamente a Céspedes, pretendiendo una organización institucional que garantizara no sólo la independencia de Cuba, sino la liberación de los cubanos, el sometimiento del mando militar al poder civil -¡aún en plena guerra!- y proclama el imperio de la ley, y que el soberano fuese el ciudadano.

No se funda, General, un pueblo como se manda un campamento (José Martí)

Triunfó Agramonte, pero se perdió la guerra. Desde entonces la nación cubana, se pregunta: ¿Céspedes o Agramonte? Tanto una táctica como la otra es eficaz; todo depende de las circunstancias: Céspedes para la guerra, para la paz, Agramonte. Sin embargo los cubanos siempre hemos sufrido el desatino. En la Guerra Grande sometimos el mando de las batallas a las lentas resoluciones del parlamento de manigua y en los tiempos de paz, a que nos gobierne la manus military, una…” concepción acerca del Estado, más o menos “fuerte”, como lo significa el Monseñor.
José Martí, futuro líder de la independencia y de la espiritualidad de la nación, que en tiempos de la Guerra Grande, apenas un niño, había ido a la cárcel y escrito allí bellos versos y estremecedores relatos, andaba por el mundo cargado de nostalgia, soñando la patria – «Vivir por Cuba en cuerpo y alma no es lo mismo que sobrevivir en Cuba en carne viva.» – con la fuerza de un creador divino, se lanzó, cargado de ideales a entrelazar las ramas de los pinos nuevos con los viejos robles a fin de hacer la que él mismo llamara la guerra necesaria.
[…] O la república tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio íntegro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre, – o la república no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos. Para verdades trabajamos, y no para sueños.
Tal concepción de Martí, coincidente con la de Agramonte, abogando por la soberanía del hombre –“Patria es humanidad”, decía – encuentra su consagración juridicial en la Constitución Norteamericana, perdurable documento jurídico, alabada por los fundadores de nuestra patria y negada en los últimos tiempos quizás, por la connotación de imperio injerencista que adquirió Estados unidos desde finales del siglo XIX. El hombre consciente de la necesidad de gobernar al país conforme al conocimiento, para liberarlo de tiranías y que soñó fundar «en el ejercicio franco y cordial de las capacidades legítimas del hombre, un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina», el primer día de combate, convencido de que todo el que da luz se queda sólo – «puedo morir mañana», escribió en la página anterior a Dos Ríos -, cayó de su caballo mortalmente herido para levantarse un mito, hasta hoy inalcanzable para los cubanos.

La Revolución Cubana ante un mundo bipolar

El triunfo de la revolución de 1959, en medio de la Tercera Guerra Mundial, conocida como la Guerra Fría – época en que la humanidad vivía en la asfixiante atmósfera de la paz del miedo nuclear -, el sentimiento antiimperialista de un sector importante de la sociedad, dada la existencia de un capitalismo despiadado, sin plena conciencia social, que ignoraba e impedía la vigencia de la Constitución del 40, legítimo fruto de la voluntad popular, entre otras cosas, condicionaron el alineamiento de Cuba al Campo Socialista, el cual tenía una concepción monista del estado y consideraba al derecho un instrumento – y por tanto sin valores propios – del poder político.
Cuba salía así de su hábitat natural, su espacio histórico-cultural, el hemisferio occidental y asimilaba una concepción de la sociedad, el estado y el derecho orientalista, cometiendo el error histórico, del que nos había advertido José Martí hace más de cien años, de copiar doctrinas y formas foráneas de gobierno.

La concepción arcaica del Estado y del Derecho socialista

El Campo Socialista fundado y liderado por la entonces Unión Soviética, tenía su base en la Rusia de la Revolución de Octubre. La Rusia feudal en pleno siglo XX, que comenzaba a abrirse al modernismo cuando ya occidente se estaba despidiendo de él. La Rusia que no había recibido aún, de manera eficaz, las influencias del derecho romano, del renacimiento, del iluminismo, del movimiento enciclopédico, de la revolución industrial inglesa, y mucho menos de la revolución francesa y de la concepción tripartita de los poderes del estado, que ésta le legó al mundo en las ideas de Montesquiu. Rusia sólo había conocido la Duma, especie de parlamento sometido, legalizador por unanimidad viciada de las muchas veces ilegítima voluntad del Zar, antecedente histórico de las mal llamadas asambleas populares de los países socialistas totalitarios.
Rusia no había conocido una Constitución. «Sólo una vez, en noviembre de 1917, hubo un parlamento votado libremente, pero sin llegar a reunirse», nos recuerda Michael Morozow, en su obra, «El caso Solzhenitsyn» El pueblo ruso carecía de una tradición de opinión pública. Sus pensadores estaban en la literatura, y sus vidas eran trágicas: Pusckin fue asesinado por una camarilla de cortesanos aliados a Nicolás I; Lermontow murió en un duelo; Gogol quedó medio loco luego de una huelga de hambre; Rylejev fue ahorcado. Incluso, después de la Revolución de Octubre de 1917; Blok murió de inanición en Petrogrado; Essinin se ahorcó en una habitación de un hotel de Leningrado después de escribir su último poema con sangre en la pared de la habitación; Majakowki se suicidó de un balazo en la cabeza; Gumilow fue fusilado; Máximo Gorki elige el exilio voluntario por 10 años, y más recientemente Boris Paternaf y el propio Solzhenitsyn reflejan en sus propias vidas el drama de todo un pueblo.
El comunismo soviético, era pues una sociedad dirigida por el Estado, que trataba de fundir todos los ámbitos en un sólo bloque monolítico e imponer una dirección común, desde la economía hasta la política y la cultura, mediante una sola institución, el Partido. El arte, la cultura, expresión real de los valores de una sociedad, se vieron aniquilados por un Estado que no permitía crear sino a favor de sus intereses políticos coyunturales. La tierra de la otrora extraordinaria cultura rusa, una de las más importante de principios del siglo XX, venida la Unión Soviética, no creó una arquitectura trascendente, a no ser la de «tipo pastel» de la era estalinista, y reprimió a los músicos y a los escritores. A tal frustrante realidad se le rindió culto, dentro de una corriente ideoestética denominada Realismo Socialista, que ha constituido un de los legados culturales más pobres que ha conocido la humanidad.

La última expresión del modernismo

La edad moderna, cuya obertura fue el renacimiento, vivió desde la época de la palabra impresa hasta la era del lenguaje digital, desde el Siglo de las Luces hasta el Socialismo, desde el positivismo hasta el cientificismo, desde la revolución industrial hasta la revolución informática, bajo el signo del hombre que, en tanto cumbre de todo lo existente, era capaz de descubrir, definir, explicar y dominarlo todo y de convertirse en el único propietario de la verdad respecto al mundo. El Bloque Socialista, la última expresión del modernismo como era, donde se creía que el universo y el ser representaban un sistema capaz de ser explorado por completo, era además dirigido por una suma de reglas, directrices o sistemas que, se pensaba, el hombre iría dominando y orientando a su beneficio. Eran los tiempos del propósito de la sociedad ideal: el comunismo, en virtud de una doctrina (el marxismo-leninismo) que se consideraba la verdad científica, según la cual se debía organizar la vida.
«Dos peligros tiene la idea socialista, como tantas otras – había advertido ya José Martí desde el siglo pasado -: el de las lecturas extranjerizas, confusas e incompletas, y el de la soberbia y rabia disimulada de los ambiciosos, que para ir levantándose en el mundo empiezan por fingirse, para tener hombros en que alzarse, frenéticos defensores de los desamparados.»
Ya en 1887, John Rae, en su libro Contemporary Socialism (obra de consulta de José Martí) expresaba «El comunismo lleva a todo lo contrario de lo que pretende alcanzar; busca igualdad y concluye en la desigualdad, busca la supresión de los monopolios y crea un nuevo monopolio, busca aumentar la felicidad humana y en realidad la reduce. Es una utopía, y ¿por qué es una utopía? … Porque la mayor igualdad y la mayor libertad posible sólo pueden lograrse juntas»

La caída del muro de Berlín

La caída del muro de Berlín significa pues, no sólo la derrota del campo socialista (marxista-leninista) en la Guerra Fría, la victoria de los valores occidentales en el planeta, sino el agotamiento de la era moderna, la era de los mitos, las ideologías, los partidos de políticas doctrinarias, aspirantes a la «toma del poder», y el inicio de una era de circulación de ideas, información, concertaciones, una era sin fronteras, sin distancias, de internacionalización de los procesos productivos y de la soberanía de los individuos; la posmodernidad.

El siglo XXI: La era posmoderna

La revolución informática, los satélites, la televisión, la cosmonáutica, los teléfonos celulares, han roto las fronteras, disminuido las distancias, multiplicando la información, las versiones, acelerando los procesos de análisis a niveles de velocidad tales que la inmediatez se ha convertido en un factor operativo fundamental. Un movimiento conocido como «nueva epistemología» o «epistemología alternativa» contribuyó a modificar la idea que hasta entonces se tenía de las ciencias y de los mecanismos que la configuran. Este tránsito de una época a otra, está vinculado además, a una serie de acontecimientos sociales, políticos y culturales que han contribuido a moldear los nuevos tiempos: la lucha por los derechos civiles, el ambiente, etc.

Democracia participativa

Democracia – se sabe desde antaño por los Griegos-, es el poder del pueblo; limitarla a la política es menguar el concepto. La tarea histórica de los pueblos a través de la historia ha sido ampliarla cada día. Los principios que inspiraron la declaración de los derechos del hombre reconocen el derecho inalienable de los pueblos a participar activamente en todas aquellas decisiones que les afectan. Sin embargo, los políticos, científicos, e incluso la sociedad civil, incluyendo los sindicatos continúan con el insuficiente discurso de hace más de doscientos años de «desarrollo económico y democracia política.»
Existe un peligroso e ilegitimo desbalance entre el poder ejercido democráticamente por los pueblos a través de su participación en la política y el poder de las corporaciones en virtud de la fuerza del capital.
El capitalismo, sin embargo, al no exigir una fe total, al no ser un fenómeno esencialmente ideológico, sino básicamente un sistema socio-económico, es compatible con la democracia política y económica. Las fuerzas de la democracia, que están en la libertad, son a menudo independientes y anteriores al capitalismo, más no se niegan entre sí, a diferencia del esclavismo, el feudalismo o del socialismo leninista, donde el hombre no es más que un apero de trabajo, un instrumento parlante, un mero creador de riquezas para el Señor o un simple medio para lograr la sociedad soñada por los «iluminados». La conversión de una sociedad de proletarios a una de propietarios capitalizando trascenderá las relaciones de producción, mercado, adquisición y justicia social conocidas hasta el presente en pro de del mejoramiento humano.
En la sociedad posmoderna, el orden político debe hacerse cada vez más autónomo y la administración del orden más independiente del capitalismo. El mercado, que surgió como una fuerza de la clase burguesa para organizar la producción a su manera, como una forma de presión contra el poder del Estado y los monarcas, además de un mecanismo de circulación y asignación de bienes, con la internacionalización de los procesos productivos, la revolución científica, la informática, en un mundo sin fronteras, sin distancias, puede ser un instrumento nivelador, de liberación, de una nueva categoría de la justicia. No es casual que las grandes zonas comerciales hayan sido a través de la historia los lugares de mayor fuerza creativa, de desarrollo.
El capital, unido a una democracia que regule los elementos de la economía, que garantice la soberanía del hombre y le permita su desarrollo, como fin primero, enfatizando el aspecto social, será vigente en la nueva era, pues el capitalismo, por su naturaleza no puede ser un monopolio total. El capital regido por la democracia conforma una sociedad plural, flexible, capaz de mutaciones.
La democracia política occidental, en el concepto moderno, apenas tiene doscientos años y a ella se debe indudablemente el desarrollo que se ha logrado en el mundo en nuestro tiempo. Sin embargo, viejos conceptos financieros, de la propiedad, de las inversiones, de las relaciones internacionales, un menosprecio al valor del trabajo con relación al capital, entre otras cosas, han imposibilitado que en la economía haya sucedido lo mismo.
La globalización de la economía, si bien es cierto que por un lado concentra cada vez más el poder inversionista, por otro, en una favorable contradicción dialéctica, no hace lo mismo con los procesos productivos e industriales. Las fábricas se van allá, adonde les queda más cerca la materia prima, la fuerza de trabajo más barata, al antes inhumanamente explotaban para extraer materia prima, Es allí donde está el nuevo consumidor. En los países pobres, a los que en el pasado sólo iban a buscar materia prima y a llevar la mercancía elaborada en los grandes centros industriales de los países ricos. En consecuencia los problemas del empleo y demás efectos negativos que lógicamente trae cualquier progreso, los sufrirán lo mismo los pueblos de los países pobres que los de los países reconocidos en la actualidad como ricos. Las fuerzas sociales de todo un mundo sin fronteras exigirán entonces, a través de sus gobiernos, de sus instituciones civiles, políticas, económicas, en fin, de todo tipo, la búsqueda de soluciones. Un ejemplo lo ha sido cómo determinados centros financieros, estimulados por sectores sociales ofrecen ayuda técnica y les garantizan mercado.
En los últimos tiempos en Estados Unidos, España y en otros países han triunfado grupos de vecinos, de amigos, de profesionales que han logrado convertirse en trabajadores y dueños, servidores y servidos de sus propias empresas, lo que ha significado un impulso a un proceso de democratización económica, que según muchos estudiosos, al fin, derrotará a las viejas oligarquías económicas que como a las políticas, con el progreso de las ciencias y la democracia, perdieron su vigencia histórica. La era posmoderna exige, además de la plenitud del individuo, de la fraternidad humana, de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, una evolución conceptual, donde el trabajo adquiera su justo valor ante el capital, donde no sólo habrá un capital al servicio de la sociedad, sino la sociedad capitalizando.

El Derecho en la Posmodernidad

“Yo quiero que la Ley primera de la república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”

José Martí

En la era primaria el hombre se sometía sencilla y naturalmente a la voluntad divina. Eran inexplicables los fenómenos naturales y sociales. Con el tiempo inventó el derecho a fin de regular las relaciones sociales que nacían con el desarrollo, llegando a idealizarlo como «aquel que la razón natural establece entre los hombres», «el arte de lo bueno y lo equitativo», «la ciencia de lo justo y de lo injusto», «la voluntad constante y perpetua de dar a cada uno lo que le pertenece».
Con el tiempo, el hombre, que en su naturaleza lleva el «pecado original», conociendo las virtudes del derecho y sabiéndose poderoso sobre la tierra, advino entonces en utilizarlo como instrumento de su transitoria voluntad, imponiéndose siempre, por supuesto, los sectores dominantes. Ya en la antigüedad, Solón, el Legislador Ateniense había expresado que » [l]as leyes son semejantes a las telarañas, contienen a lo débil y ligero, y son deshechas y traspasadas por los fuertes y poderosos.» Y más recientemente Carlos Marx, con su mínima, creída por muchos como máxima, lo repitió diciendo que «[e]l derecho es la voluntad de la clase dominante erigida en ley», negándole, por tanto, sus valores de ciencia. Sin embargo ya San Pablo en Romanos 2, Versículo 20 nos expresa «que tienes en la ley la forma de la ciencia y de la verdad». Desde entonces, y a través de todo el tiempo, se debate si el derecho es un instrumento de voluntades dominantes o una ciencia social autónoma, con sus propios valores, capaz de procurar la justicia, el equilibrio, lo bello, en fin, de crear más naturaleza.
Cuando el derecho comienza a responder a los fines inmediatos y particulares, a ser utilitario, se convierte en un instrumento que no necesariamente vela por la armonía de todos los valores y las cosas que componen el cosmos, sino más bien por la teoría del orden social que se fundamenta en la relación derecho-poder. El legislador comenzó a crear conforme a criterios temporeros, prácticos, esenciales para la protección de intereses dominantes. Las escuelas de Derecho demuestran una filosofía educativa inclinada casi totalmente a satisfacer las exigencias políticas de cada época, las demandas práctica de los estados.
Tanto la derecha, como la izquierda totalitaria, como sus respectivos intelectuales, han ido creando su propia personalidad fundamentalista, en el cual rige el principio de que el Derecho puede ser válido sin tener que ser justo, que puede haber, y de hecho la hay, legalidad sin legitimidad. Esa es la penosa realidad aún en los estados más desarrollados de occidente, que tienen su base en la revolución francesa, con su clásica concepción tripartita de poderes, donde el derecho es reconocido en lo que debiera ser pero, paradójicamente, las judicaturas aunque proclamadas «independientes», están sujetas a la voluntades de las esferas de poder.
En Francia la rama judicial está subordinada al Consejo de Estado; en Estados Unidos, los jueces superiores son nombrados – aunque de por vida – por el ejecutivo, con la aprobación del Congreso, lo que hace discutible predecir si sus fallos obedecerán a voluntades políticas coyunturales o a los valores de las ciencias jurídicas.
Las críticas de los movimientos revolucionarios del presente siglo a «las clases dominantes y explotadoras» lograron desenmascarar la naturaleza oportunista, y en consecuencia muchas veces corrupta, de los sistemas jurídicos del mundo entero. Sin embargo no pudieron trascenderlo. Todo lo contrario, el movimiento revolucionario se amparó en el marxismo el cual carece de una completa doctrina en filosofía. «No ha sido posible a partir de la metodología elaborada por Marx, establecer una línea de investigación y reconstrucción histórico-teórica en torno al Derecho, que sea siquiera, en cierto modo comparable, por su valor crítico, a la seguida por Marx en la economía política de El Capital». Para más gravedad, la izquierda internacional del siglo XX cometió el error histórico de someterse al liderazgo – quizás primero por las influencias de la Revolución de Octubre, devenida después, con el Stalinismo, en una pesadilla y también por lógica consecuencia de la Guerra Fría – de la extinta Unión Soviética, la que como todos los demás países socialistas, pecó siempre de revisionismo, de esquematismo, de formalismo, dogmatismo, y sobre todo de una perversa arbitrariedad justificada en la «dictadura del proletariado», que heredaba el cruel y autocrático sistema institucional ruso, que le impide al hombre el derecho natural a pensar, al consagrar constitucionalmente que el Partido Comunista es quien dirige y orienta a la sociedad, estado y gobierno.
Es la intelectualidad de izquierda que por sus prejuicios ideológicos, por oponerse a las políticas imperialistas de los sucesivos gobiernos de Estados Unidos, ignoran que la Constitución de Jefferson, es la única en el mundo que hace al hombre soberano de sí mismo y al estado en su instrumento, y por tanto el presidente puede ser juzgado por los tribunales y un juez de la menor jerarquía puede declarar inconstitucional a una ley, y evitar una guerra civil.
Tras el triunfo de la Revolución de Octubre, Lenin implantó la «dictadura del proletariado», sin proletarios (Rusia era, en pleno siglo XX, un estado feudal) y rápidamente degeneró en la dictadura de la burocracia del Partido Comunista. La tripartición de poderes de Montesquieu, fue considerada un aporte dañino de la revolución burguesa, que había no sólo que ignorar, sino que aplastar.
Este es el drama de la revolución devenida en marxista-leninista. Los hombres que pretendieron dominar la historia caen víctima de ella. Sepulta al hombre en sus circunstancias. Y es que para el estalinismo, método de gobierno de todos los países donde se desarrolló el mal llamado «socialismo real», la meta y aspiración liberadora y desalineadora cedió ante el avasallador movimiento inmediato. La necesidad del momento se convirtió en virtud de validez general, cercenando las posibles perspectivas humanistas.

Todo cambio comienza con la revolución pacífica de los valores de conciencia propia, clarificando los fines de nuestra conducta, sometiéndonos al escrutinio de la autenticidad.

En la posmodernidad, el derecho es valorado y reconocido en lo que es: una ciencia social autónoma capaz de ejercer su imperio al servicio de la pluralidad política y social de la nación, en virtud de un poder judicial verdaderamente independiente, procurador de sus propios funcionarios, al margen de ideologías o intereses políticos coyunturales.
La nueva era hace innecesario a los iluminados, los mitos, las ideas preconcebidas; el mundo entero está ahí, en nuestras computadoras. No es necesario un tendencioso partido que nos oriente, sino un estatus que nos garantice la libertad individual de elegir, confiando en la capacidad genial de discernir la mejor opción que tiene el hombre informado, el hombre posmoderno. Las garantías ciudadanas, los derechos del individuo, la libertad del hombre es más importante que la soberanía de los estados, porque en fin, el hombre no es medio para fin alguno, el fin es el hombre.
El viejo y ahora estrecho concepto de república, ya no es una esperanza humanista. Son necesarios nuevos mecanismo integracionistas en una magnitud dialécticamente superior a los hasta el presente conocidos; esencia que los partidos políticos tradicionales no han podido, ni podrán expresar jamás sí no despojan sus discursos de ideologías e incorporan la pluralidad humana y social, lo que los llevará a una constante política de diálogos y concertaciones, en virtud de las ciencias, las artes y el sentido común, ajena a la tradicional voluntad de ganar las elecciones y «toma del poder»

Los Estados y los Gobiernos en la Posmodernidad

En Nuestra América históricamente los pueblos no han podido ver a los estados y gobiernos como un conjunto de instituciones a su servicio, sino como instrumentos de poder, sometimiento, estructuras de corrupción, en fin, como sus enemigos. Y es lógico que así sea. Nuestros pueblos no llegaron a darse las instituciones que necesitaban para una mejor vida, sino que fuerzas foráneas, obedeciendo a sus intereses implantaron estados y gobiernos ajenos a los intereses de los autóctonos. En consecuencia cuando hablamos de ejercer las funciones de estado, decimos «ejercicio del poder». No lo vemos como un servicio público. Los pueblos miran entonces a sus políticos con desconfianza y estos ven en los gobiernos la posibilidad de someter al adversario, de lucrarse, porque ellos mismos, no tienen plena conciencia de la función social de los estados y los gobiernos. Estas circunstancias, entre otras, han hecho ineficaz la concepción tripartita de poderes. Por tanto necesario un cambio de mentalidad de los pueblos con relación a cual es la función de los estados y gobiernos, así como un cambio de mentalidad en nuestros políticos.
Este es un principio de la modernidad que nunca apreciamos y que en nuestras era cobra mayor significado. En un mundo sin fronteras nacionales, sin distancias, rompiendo las defensas de los viejos y nuevos marginados, será necesario crear las instituciones que, interiorizadas por los individuos les faciliten lo más posible el acceso a su autonomía individual, y la posibilidad de participación efectiva en cualquier poder explícito que exista en la sociedad.
Hacer al hombre principio y fin, libre, aún cuando sus gobiernos no lo sean, de lo contrario no estaremos a la altura de la historia, y frustrados unos y desesperados otros continuaremos en este mundo de violación de los derechos humanos, de afrenta a la dignidad humana, del irrespeto de la dignidad del trabajo ante el capital, de explotación, marginalidad, de drogas, con el horrendo método del terrorismo. Pues «donde falta el trabajo nace el crimen», afirmaba José Martí.
En la era posmoderna los gobiernos deben proteger ciertos derechos inalienables que brotan de la misma naturaleza del hombre. Derechos que no se destruyen cuando se crea la sociedad civil, y ni la sociedad ni el gobierno pueden anular ni alinear – so crimen contra la naturaleza humana – pues cada individuo los posee por el hecho de existir. A los mismo deberá ir sumando – el hombre es un ser social – el derecho al trabajo, la salud, la cultura, la vivienda, una vida decorosa, derechos que, a diferencia de los derechos básicos, necesitan de la intervención de los gobiernos. Es el tiempo en que los gobiernos no le conceden a los hombres sus derechos básicos, esos son inherentes a la naturaleza humana, sino que las constituciones de los estados PROHÍBAN a los gobiernos interferir en el disfrute de los ciudadanos de tales libertades.
«La miseria no es una desgracia personal, es un delito público» decía José Martí y continuaba: …»remediar la miseria innecesaria es un deber del Estado»…
El papel de los gobiernos, como representantes del bien común, de la sociedad, será más importante que nunca antes en la elaboración de políticas públicas, de programas sociales que garanticen una vida digna para todos, requisito imprescindible para la necesaria estabilidad política que garantice las inversiones foráneas.

El soberano es el hombre

El hombre no es medio para fin alguno aunque éste sea el bien intencionado propósito de construir un paraíso en la tierra; el fin es el hombre. Desde las sagradas escrituras sabemos que Dios nos hizo a su imagen y semejanza, que el sábado es para el hombre, no el hombre para el sábado.
En un principio, cuando el hombre no se explicaba los fenómenos, el soberano era la voluntad divina. El surgimiento del Estado y la invención del Derecho, en fin, el poder constituido de los hombres sobre la tierra, hicieron nacer el concepto clásico de Soberanía de Bodino: «[e]l poder supremo sobre los ciudadanos y los súbditos no sometido a las leyes». Surgió como un elemento defensivo de los estados contra el poder de la Iglesia y los señores feudales, después para extender el poder de los estados hasta llevarlo a planos absolutos.
El principio de soberanía tiene dos vertientes: una interior, que se proyecta sobre los elementos que habitan dentro de las fronteras donde se ejerce, justificando y exigiendo obediencia al poder del estado en virtud de su titularidad; y otra exterior, como expresión de legitimidad, pues en realidad no exige que todo el poder se edifique sobre el consentimiento de los ciudadanos sino que se presente como representante de la sociedad.
El principio de Soberanía Nacional ha servido de fundamento para que el pueblo se limite a elegir cada cierto, y muchas veces inciertos, números de años, a quienes han de formar la voluntad nacional con plena libertad, mientras el principio de de Soberanía Popular, legitima el poder estatal sobre el axioma de su titularidad por el pueblo, asentado en el consentimiento de los ciudadanos, quienes podrán determinar la acción de los elegidos. El principio de Soberanía Popular ha quedado vinculado históricamente al sufragio, al imperio de la ley, a un entendimiento de la democracia en que la participación del ciudadano no puede quedar reducida a elegir a sus gobernantes cada cierto número de años, sino a condicionar las decisiones de éstos.
Sin embargo, el «poder constituido» del pueblo o el más falsamente llamado «poder del pueblo» se confunde maliciosamente por los gobernantes, con el principio de Soberanía Nacional – gracias a la madre de los estados modernos, la revolución francesa, que consagró en La Constitución de su V República que «[l]a soberanía nacional pertenece al pueblo francés, que la ejerce por medio de representantes, por la vía del referéndum». En fin, estos «elegidos» se han constituidos en los soberanos representantes del pueblo en vez de ser los representantes del pueblo soberano.
En consecuencia la voluntad del pueblo ya no es la suma de la voluntad de cada uno de los ciudadanos, sino la de sus representante elegidos desde y por años -, limitando el derecho de cada ciudadano a participar creadora y responsablemte en la solución de las siempre novedosas y crecientes encrucijada que nos depara el devenir.
Un retroceso histórico del derecho del hombre a la soberanía lo constituyó la presunta Revelación Socialista de Octubre, la que por inspiración de Lenin, impuso la facultad de un ente incorpóreo, una ficción jurídica, el Partido Comunista, de dirigir y orientar a la sociedad toda hacia la conquista de la sociedad ideal; el comunismo. Tal aberración jurídica está consagrada hoy en Cuba, en el artículo 5 de La Constitución Socialista.
En consecuencia, la conciencia jurídica de nuestro tiempo, los sistemas jurídicos de los diferentes estados y el orden internacional vigente resultan inconsecuente con una nueva era que dota a cada hombre de la información necesaria, para que actúe sabia y responsablemte en la solución de los problemas de un mundo contingente y fortuito.
El aparato del estado, los partidos políticos, las doctrinas tienen los instrumentos jurídicos que les permite sustituir al hombre. Más [e]l primer trabajo del hombre es reconquistarse.» No se trata del acto extraordinario de imponerse a los otros hombres, de ser el encargado de iluminar a los demás. Se trata del derecho y el deber natural de cada ser humano de defender su individualidad, su espiritualidad. «Ni originalidad literaria cabe, ni la libertad política subsiste mientras no se asegure la libertad espiritual.» Porque la primera libertad, base de todas, es la mente. Y realizarse, además, en armonía con la sociedad – esa que no es la colectividad abstracta, sino la suma de los individuos-, porque el hombre es un ser social. Hace casi cuatrocientos años, Cervantes en unos veros del nivel de su prosa expresó:
Y he de llevar mi libertad en peso
sobre los propios hombros de mi gusto

“!La libertad en peso!» – lo que hace suponer que causa alguna pesadumbre- es algo que brota de uno mismo, complace y a la vez cuesta trabajo y exige responsabilidad. En el fondo se trata de la verdad como autenticidad. No la del decir ni la del pensar, sino la verdad de la vida, esa coincidencia de consigo mismo y la naturaleza. Cuando el hombre no sostiene su libertad se miente a sí mismo.
Confundir las voces con los ecos, sostener silencios en apariencias de decoro es contribuir a la desorientación de los que quizás no tengan recursos para descubrirse a sí mismos. Claro es necesaria una dosis de clarividencia, de sinceridad con uno mismo, de decencia, una capacidad de distinguir, de discernir que no es universal. La salvación está en nosotros mismos, recordar el verso de Cervantes; «tu mismo te has forjado tu ventura».
El héroe y mártir por la independencia de Cuba y la liberación de los cubanos, Ignacio Agramonte, ante sus profesores en la Escuela de Derecho de la Universidad de la Habana, ya en 1862, dijo: …»[e]l individuo mismo es el guardián y soberano de sus intereses, de su salud física y moral; la sociedad no debe mezclarse en la conducta humana, mientras no dañe a los demás miembros de ella. Funestas son las consecuencias de la intervención de la sociedad en la vida individual; y más funestas aún cuando esa intervención es dirigida a uniformarla, destruyendo así la individualidad, que es uno de los elementos del bienestar presente y futuro de ella… Que la sociedad garantice su propiedad y seguridad personal son también derechos del individuo, creados por el mero hecho de vivir en sociedad»…
«La centralización hace desaparecer ese individualismo, cuya conservación hemos sostenido como necesaria a la sociedad… se comienza por declarar impotente al individuo y se concluye por justificar la intervención de la sociedad en su acción, destruyendo la libertad, sujetando a reglamentos sus deseos, sus pensamientos, sus más íntimas afecciones, sus necesidades, sus acciones todas. El Estado que llegue a realizar esa alianza (del orden con la libertad) será modelo de las sociedades y dará por resultado la felicidad suya, y en particular de cada uno de sus miembros; la luz de la civilización brillará en él en todo su esplendor.»
«Por el contrario, el gobierno que con una centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual, y detenga la sociedad en su desenvolvimiento progresivo, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan sólo en la fuerza; ya el Estado que tal fundamento tenga, podrá en un momento de energía anunciarse al mundo como estable e imperecedero, pero tarde o temprano, cuando los hombres, conociendo sus derechos violados, se propongan a reivindicarlos, oirá el estruendo del cañón anunciarle que cesó su letal dominación».
La interioridad del hombre, su espiritualidad, su conciencia es sagrada. Violársela sería mutilarlo en plena vida. Al hombre no se le puede conducir por cánones, doctrinas, ideologías hacia un fin predeterminado, aunque éste sea el bien intencionado camino de la sociedad ideal, porque sería convertirlo en un instrumento. En la posmodernidad el hombre necesita la plenitud de su individualidad, el afianciamiento de su capacidad de discernimiento, ante la avalancha de información y tendenciosidad, que con inmediatez nos lanzan los medios de comunicación. No es el tiempo de un modo de ser o aparentar, que una moda, expresión de cierta clase o distingo, ejerza su imperio. Es la era en que cada individuo refleje su propia individualidad. En la posmodernidad no impera una idea, una moda, sino que circula la información, reina la individualidad a fin de su plenitud y a partir de ella la donación, las concertaciones, la socialización, la trascendencia.

Cuba: Un país sin Constitución

Una constitución es la ley fundamental de un país, mediante la cual, las sociedades modernas definen la orientación política del estado, se establecen las competencias supremas y los derechos fundamentales de los individuos, que tienen su raíz en el derecho natural. Es la creadora y mantenedora de una unidad sociopolítico.
Son el instrumento jurídico superior para controlar los abusos históricos del poder. Un mecanismo de control de excesos. Nace para organizar un estado. Limita los excesos de los distintos poderes, dividiéndolos, mediante el mecanismo de frenos y contrapesos.
Sin embargo, la mal llamada Constitución Socialista de 1976 de Cuba, se encarga en negar su propio valor de ley suprema cuando en su artículo cinco consagra su concepción monistas, la subordinación de todos los poderes del estado, la sociedad y el individuo particulares a las decisiones del Partido Comunista.
De modo que la ley fundamental de Cuba no es su Constitución, sino los estatutos del Partido, los acuerdos del Congreso del Partido, su Comité Central y sobre todo, las ordenes de su Primer Secretario, el Comandante en Jefe.

Un nuevo Estado con cinco poderes independientes

La misma naturaleza de la conquista, el hecho de la implantación violenta del estado, como medio de saqueo y sojuzgamiento, la inexistencia de una tradición de derechos individuales y de sistemas de justicia verdaderamente independientes, donde pudieran imperar los valores de la ley, minaron las bases de futuras sociedades democráticas en toda América Latina.
Nuestros estados y derechos no son el producto de esfuerzos propios a fin de organizar la vida pública, sino violentas implantaciones foráneas de modelos de explotación y dominio. De ahí la falta del espíritu de servicio público, imponiéndose siempre las voluntades heroicas y/o los criminales ejercicios del poder.
En consecuencia, para Cuba, como en toda Latinoamérica el concepto occidental de la Tripartición de Poderes ha resultado insuficiente. La corrupción de los funcionarios y el nepotismo ha sido la verdad histórica. El país necesita un sistema de pesos y contrapesos institucionales, donde cada cuerpo sea elegido por la voluntad soberana de los ciudadanos, a fin de que garantice la pulcritud en el manejo de la cosa pública y garantice los derechos de los ciudadanos y que el Jefe de estado no gobierne a fin de que no disfrute de concentración de poderes:
En consecuencia, para Cuba, como en toda Latinoamérica el concepto occidental de la Tripartición de Poderes ha resultado insuficiente. La corrupción de los funcionarios y utilizar el estado como instrumento de sometimiento ha sido la verdad histórica. En consecuencia el país necesita un sistema de pesos y contrapesos institucionales, donde cada cuerpo sea elegido por la voluntad soberana de los ciudadanos, a fin de que garantice la pulcritud en el manejo de la cosa pública y garantice los derechos de los ciudadanos.
1) PODER JUDICIAL.
El Poder Judicial. Su función debe ser impartir justicia, interpretar las leyes y velar por la constitucionalidad de las mismas, así como la de los demás actos de cualquiera de los poderes del estado. Beberá tener profesionales de carreras y otros elegido por los ciudadanos, a fin de que exista un balance entre funcionarios que deben responderle al pueblo directamente y aquellos que deben ejercer su magisterio sin tener que estar atento a las coyunturas económicas, políticas y sociales.
2) PODER LEGISLATIVO
El poder legislativo deberá ser elegido democráticamente por la voluntad ciudadana y sus funciones serán legislar e investigar a los fines legislativos.
3) PODER EJECUTIVO
El Poder Ejecutivo, será el encargado de desarrollar la obra de gobierno, dentro de los marcos institucionales y legales vigentes.
4) PODER FISCAL
El poder Fiscal deberá ser un garante de la legalidad. Velar por la pulcritud de la administración pública y los derechos de los ciudadanos. Deberá auditar, controlar, fiscalizar y encausar a personas naturales y jurídicas.
5) PODER ELECTORAL.
El Poder Electoral será el encargado de certificar a cada funcionario en el puesto que ha ganado por oposición, en virtud de un mejor derecho, o para el que ha sido elegido en virtud de la voluntad ciudadana. Debe ser una garantía en contra del nepotismo, las influencias y la incapacidad.
UN PRESIDENTE QUE NO GOBIERNE
A fin de evitar la concentración de poderes en una persona, que lo puedan convertir en determinadas circunstancias históricas y otro de nuestros dictadores, el Presidente de la República, deberá representar al país como Jefe de Estado,

 EL SOBERANO ES EL HOMBRE

Por Lcdo. Faisel Iglesias.

El hombre no es medio para fin alguno; el fin es el hombre porque Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Sin embargo el surgimiento o implantación del Estado – según haya sido el caso – y la invención del Derecho, en fin, el poder constituido de los hombres, hicieron nacer el concepto de Soberanía. Surgió como un elemento defensivo de los estados contra el poder de la Iglesia y los señores feudales, después para extender el poder de los estados hasta llevarlo a planos absolutos.
El principio de soberanía tiene dos vertientes: una interior, que se proyecta sobre los elementos que habitan dentro de las fronteras donde se ejerce, justificando y exigiendo obediencia al poder del estado en virtud de su titularidad ; y, otra exterior, como expresión de legitimidad, pues enrealidad no exige que todo el poder se edifique sobre el consentimiento de los ciudadanos sino que se presente como representante de la sociedad.
El principio de Soberanía Nacional ha servido de fundamento para que el pueblo se limite a elegir cada cierto, y muchas veces inciertos años, a quines han de formar la voluntad nacional con plena libertad, mientras el principio de Soberanía Popular, legitima el poder estatal sobre el axioma de su titularidad por el pueblo, asentado en el consentimiento de los ciudadanos, quienes podrán determinar la acción de los elegidos.
El principio de Soberanía Popular ha quedado vinculado históricamente al sufragio, al imperio de la ley, a un entendimiento de la democracia en que la participación del ciudadano no puede quedar reducida a elegir a sus gobernantes cada cierto número de años, sino a condicionar las decisiones de éstos.Sin embargo, el «poder constituido» del pueblo o el más falsamente llamado «poder del pueblo» se confunde maliciosamente por los gobernantes, con el principio de Soberanía Nacional – gracias a la madre de los estados modernos, la revolución francesa, que consagró en La Constitución de su V República que «[l]a soberanía nacional pertenece al pueblo francés que la ejerce por medio de representantes, por la vía del referéndum».
La voluntad del pueblo ya no es la suma de la voluntad de cada uno de los ciudadanos, sino la de sus representante elegidos por años -, limitando el derecho de cada ciudadano a participar creadora y responsablemente en la solución de las siempre novedosas y crecientes encrucijada que nos depara el devenir.
Un retroceso histórico del derecho del hombre a la soberanía lo constituyó la presunta Revolución Socialista de Octubre, la que por inspiración de Lenin, impuso la facultad de un ente incorpóreo, una ficción jurídica, el Partido Comunista, de dirigir y orientar a la sociedad toda hacia la conquista de la sociedad ideal; el comunismo. Tal aberración jurídica esta consagrada hoy en Cuba, en el artículo 5 de La Constitución Socialista.
La conciencia jurídica de nuestro tiempo, los sistemas jurídicos de los diferentes estados y el orden internacional vigente resultan inconsecuente con una nueva era que dota a cada hombre de la información necesaria, para que actúe sabia y responsablemente en la solución de los problemas de un mundo contingente y fortuito.
El aparato del estado, los partidos políticos, las doctrinas tienen los instrumentos jurídicos que les permiten sustituir al hombre. Más como expresara José Martí, «el primer trabajo del hombre es reconquistarse.» No se trata del acto extraordinario de imponerse a los otros hombres, de ser el encargado de iluminar a los demás. Se trata del derecho y el deber natural de cada ser humano de defender su individualidad, su espiritualidad. «Ni originalidad literaria cabe, ni la libertad política subsiste mientras no se asegure la libertad espiritual… porque la primera libertad, base de todas, es la mente, continuaba el Apóstol.» Y realizarse, además, en armonía con la sociedad – esa que no es la colectividad abstracta, sino la suma de los individuos.
Hace cuatrocientos años, Cervantes en unos versos del nivel de su prosa expresó: «y he de llevar mi libertad en peso / sobre los propios hombros de mi gusto». «!La libertad en peso!» – lo que hace suponer que causa alguna pesadumbre- es algo que brota de uno mismo, complace y a la vez cuesta trabajo y exige responsabilidad. En el fondo se trata de la verdad como autenticidad. No la del decir ni la del pensar, sino la verdad de la vida, esa coincidencia de consigo mismo y la naturaleza.
Cuando el hombre no sostiene su libertad se miente a sí mismo.Confundir las voces con los ecos, sostener silencios en apariencias de decoro es contribuir a la desorientación de los que quizás no tengan recursos para descubrirse a sí mismos. Claro es necesario una dosis de clarividencia, de sinceridad con uno mismo, de decencia, una capacidad dedistinguir, de discernir que no es universal.
La salvación está en nosotros mismos, recordar el verso de Cervantes; «tu mismo te has forjado tu ventura».El héroe y mártir por la independencia de Cuba y la liberación de los cubanos, Ignacio Agramonte, ante sus profesores en la Escuela de Derecho de la Universidad de la Habana, ya en 1862, dijo: …»[e]l individuo mismo es el guardián y soberano de sus intereses, de su salud física y moral; la sociedad no debe mezclarse en la conducta humana, mientras no dañe a los demás miembros de ella. Funestas son las consecuencias de la intervención de la sociedad en la vida individual; y más funestas aún cuando esa intervención es dirigida a uniformarla, destruyendo así la individualidad, que es uno de los elementos del bienestar presente y futuro de ella … Quela sociedad garantice su propiedad y seguridad personal son también derechos del individuo, creados por el mero hecho de vivir en sociedad»»La centralización hace desaparecer ese individualismo, cuya conservación hemos sostenido como necesaria a la sociedad… se comienza por declarar impotente al individuo y se concluye por justificar la intervención de la sociedad en su acción, destruyendo la libertad, sujetando a reglamentos sus deseos, sus pensamientos, sus más íntimas afecciones, sus necesidades, sus acciones todas. El Estado que llegue a realizar esa alianza (del orden con la libertad) será modelo de las sociedades y dará por resultado la felicidad suya, y en particular de cada uno de sus miembros; la luz de la civilización brillará en él en todo su esplendor.»»Por el contrario, el gobierno que con una centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual, y detenga la sociedad en su desenvolvimiento progresivo, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan sólo en la fuerza; ya el Estado que tal fundamento tenga, podrá en un momento de energía anunciarse al mundo como estable e imperecedero, pero tarde o temprano, cuando los hombres, conociendo sus derechos violados, se propongan a reivindicarlos, oirá el estruendo del cañón anunciarle que cesó su letal dominación»
La interioridad del hombre, su espiritualidad, su conciencia es sagrada. Violársela sería mutilarlo en plena vida. Al hombre no se le puede conducir por cánones, doctrinas, ideologías hacia un fin predeterminado, aunque éste sea el bien intencionado camino de la sociedad ideal, porque seríaconvertirlo en un instrumento. El hombre necesita la plenitud de su individualidad, el afianciamiento de su capacidad de discernimiento, ante la avalancha de tendenciosidad, que con inmediatez nos lanzan.
No es el tiempo de un modo de ser o aparentar, que una moda, expresión de cierta clase o distingo, ejerza su imperio. Es la era en que cada individuo refleje su propia individualidad. No debe imperar una idea, una moda, sino que circula la información, reina la individualidad a fin de su plenitud y a partir de ella la donación, las concertaciones, la socialización, la trascendenciapero no gobernará, función que, como antes expresamos, recaerá en el Jefe del Poder Ejecutivo.

Faisel Iglesias

Es abogado y periodista. Sus artículos aparecieron en la prensa cubana, puertorriqueña, española, estadounidense y de otros países. Fue fundador de la Corriente Agramontista de Abogados de Cuba (movimiento de abogados disidentes que procura una nueva concepción de la sociedad, el Estado y el derecho cubanos), por lo que fue encarcelado en varias oportunidades. Su novela El olor de la tierra fue publicada parcialmente por Letras Cubanas, en una edición especial dedicada a José Lezama Lima. Las autoridades castristas la prohibieron el mismo día de su lanzamiento. En 1996 participó en la Feria Internacional del Libro de Miami. Acaba de publicar la novela¡Qué bueno baila Usted!. La música cubana a través de Benny Moré.
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