Algo Bueno Surgirá Si Buscamos en Nuestra Chatarra

Chatarra

Cezanne Cardona Morales/Escritor

Poco antes de perderlo todo en un terremoto, Misaki Murakami tuvo que cambiar de escuela. Pero antes de marcharse sus amigos más cercanos le regalaron un balón de fútbol: “Misaki Murakami: trabaja duro”, le escribieron al lado de sus firmas. Pronto, el balón se convirtió en memoria, abandonó el césped, las porterías y adquirió la tranquilidad de los trofeos.

Pero una mañana del 11 de marzo de 2011, la tierra tembló. El mar entró y arrasó con todo: Japón se volvió una mancha de agua. El país mejor preparado para un terremoto se hundió en un tsunami. Las cámaras lo captaron casi todo. Las casas flotaron y los carros bailaron a la fuerza una pieza que no querían bailar.

Como suele suceder, los periodistas hicieron su agosto. Los geólogos calcularon los grados. Los economistas pronosticaron réplicas. Teólogos mediocres proclamaron, una vez más, el fin del mundo. Pero ni los periodistas, ni los geólogos, ni los economistas imaginaron que la bola de Misaki Murakami sobreviviría a la destrucción. Junto a cinco millones de toneladas de chatarra, el balón siguió su curso mar adentro. Trece meses después, luego de viajar cinco mil  kilómetros, el balón de Misaki llegó a las costas de Middleton, Alaska.

Fue David Baxter, un controlador de radares, quien encontró el balón mientras daba un paseo por la playa. Entre la chatarra que todos los días llegaba a la arena divisó el balón. Le llamaron la atención los caracteres, los símbolos de un idioma ajeno. Por suerte, David estaba casado con una japonesa; Yumi no tardó en descifrar el enigma. Le tomaron una foto, la colocaron en una página electrónica y la noticia corrió hasta que llegó a su dueño. Misaki, que lo había perdido todo, no pensaba volver a ver su balón, y todo gracias a alguien que se buscaba entre la arena y la basura.

¿No es hora ya que aprendamos a mirar nuestra propia chatarra?