Simon Wiesenthal, en su libro, Los Límites del Perdón: dilemas éticos y racionales de una decisión -versión española-, narra una experiencia damática con un soldado alemán de la SS. El soldado está arrepentido por las atrocidades que los nazis han cometido contra los judíos y demás prisioneros en los campos de concentración. El soldado, herido en combate y moribundo, quiere pedir perdón a un judío para morir en paz.
Dice Wiesenthal: “¿Mi silencio junto al lecho del nazi moribundo fue correcto o incorrecto? Existe una profunda cuestión moral que provoca una disyuntiva en la conciencia del lector de esta historia, tal y como una vez provocó en el interior de mi corazón y de mi mente. Habrá algunos que puedan comprender mi dilema y aprueben mi actitud y habrá otros que me condenarán por haberme negado a confortar los últimos momentos de un asesino arrepentido.
“El punto más importante es, por supuesto, la cuestión del perdón. Perdonar es algo que solo el tiempo puede conceder, pero también el perdón es un acto de voluntad y solo la víctima tiene autoridad para tomar la decisión. Tú que acabas de leer este lamentable y trágico episodio de mi vida, puedes ponerte mentalmente en mi lugar y preguntarte a ti mismo: ‘¿Qué habría hecho yo en su lugar?”
Dilemas como este surgen a diario cuando crímenes atroces se cometen por criminales que no tienen escrúpulos y ningún tipo de consideración hacia la víctima, como el ocurrido la semana pasada en Guaynabo donde cuatro miembros de una familia fueron asesinados y otro, un menor, herido. En estos casos salen a la palestra pública los Caifás de los derechos humanos, compuestos mayormente por independentistas, para oponerse a la pena de muerte. Oposición más a los Estados Unidos que un verdadero deseo de justicia.
De la experiencia sufrida por Wiesenthal éste convocó a un simposio para que distintos filósofos, teólogos, científicos e historiadores, analizacen críticamente los hechos y discutieran si de verdad el perdón tiene límites. Hans Habe, uno de los contertulios dijo: “Perdonar es imitar a Dios. El castigo también es una imitación Suya. Dios castiga y perdona, en ese orden. Pero Dios nunca odia.” Sin embargo, Dennis Praeger fue más contundente aún: “Dios podría perdonar a un asesino que se encuentre bajo unas condiciones excepcionales de contrición (entre las cuales, creo que debería incluirse que el asesino entregue su vida), pero en lo que concierne a las personas, el asesinato es imperdonable. Ni siquiera los padres pueden perdonar al asesino de un niño.”
Algo parecido sucedió cuando el boxeador Esteban de Jesús asesinó a un joven, hijo de un médico, a principios de los años ochenta; éste nunca pudo perdonarlo. Si ese padre vive, debe cargar por el resto de su existencia con el sufrimiento de haber perdido a su único hijo. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial sacerdotes, filósofos y filántropos se pronunciaron a favor de perdonar a los criminales de guerra nazis. Que solo Dios se encargara de ellos. Sin embargo, muy elocuentemente, dijo Wiesenthal: “Como no creían en Dios, no temían al Juez Supremo. Solo temían a la justicia terrenal.” Por eso, y tercamente lo creo, en nuestro entorno circunstancial hace tiempo perdimos la confianza en ambos tipos de justicia.
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