Algunas interrogantes sobre la pena de muerte – Por: Andrés L. Córdova

Algunas interrogantes sobre la pena de muerte

La dantesca matanza de la familia Ortíz-Uceda perpetrada hace varios días, pone sobre la mesa nuevamente la discusión sobre la pena de muerte
justicia

Por Columnistas, EL VOCERO4:00 am

Por: Andrés L. Córdova
Profesor de Derecho

La dantesca matanza de la familia Ortíz-Uceda perpetrada hace varios días, pone sobre la mesa nuevamente la discusión sobre la pena de muerte. Dada la manifiesta e indiferente crueldad demostrada por los asesinos durante la comisión de sus delitos y la providencial sobrevivencia del hijo menor, no es de sorprender la indignación generalizada de la ciudadanía. Ya se escuchan algunas voces reclamando la intervención de las autoridades federales para que se le pueda imponer la pena capital. Otras voces, en cambio, aplauden (con razón) el desempeño de la Policía de Puerto Rico y la Policía Municipal de Guaynabo por su pronto esclarecimiento del crimen.

La pronta radicación de los cargos ante el Tribunal de Primera Instancia y su determinación de causa para el arresto son indicio del interés institucional por hacer valer la jurisdicción de Puerto Rico en este caso, la cual excluye la aplicación de la pena de muerte por mandato constitucional. Por supuesto, esto no necesariamente impediría la intervención de la jurisdicción federal, de haberla.

La discusión sobre la pena de muerte suscita, invariablemente, las pasiones más elementales entre sus interlocutores, y más aún en este caso. Está bien que así sea, pues si hay algo sobre el cual supongo estamos de acuerdo es que la vida requiere de pasión para su defensa, en todos sus ámbitos. Tengo que admitir, sin embargo, que este caso me levanta -como la resaca- algunas interrogantes filosófico-jurídicas sobre si la pena de muerte debe o no tener cabida en nuestro ordenamiento jurídico.

La Constitución del Estado Libre Asociado expresamente prohíbe la pena de muerte en su Art. II, sección 7. La Constitución de los Estados Unidos, en cambio, reconoce la pena de muerte en su V y XIV Enmiendas, al señalar que no se podrá privar de la vida a una persona sin el debido proceso de ley. Aun cuando estas cláusulas constitucionales han sido objeto de extensa litigación a los largo de los años, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha avalado su constitucionalidad por evidentes razones. En tanto Puerto Rico mantenga su relación política con los Estados Unidos, la aplicabilidad de la jurisdicción federal – siempre limitada – estará presente.

En este contexto es que hay que entender que la pena de muerte se puede imponer para ciertos delitos según tipificados por estatutos federales, y de conformidad con los procedimientos judiciales creados para asegurar el debido proceso de ley a los acusados. Luego del caso conocido como la Tómbola hace un par de años en la cual no le impusieron la pena de muerte al asesino convicto, me sospecho que debe haber mucha discusión en la fiscalía federal sobre si se deben promover estos casos.

Los argumentos morales y jurídicos a favor o en contra de la pena de muerte han sido objeto de discusión por décadas. Sus opositores argumentan en términos generales que la pena de muerte no es disuasiva; que se aplica discriminatoriamente a minorías; que es un castigo final e irreversible; que el Estado no debe estar autorizado a privarle de la vida a un ciudadano; que el castigo es cruel e inusitado; que Dios es quien da y quita la vida… Sus defensores argumentan que la pena de muerte puede ser un castigo justo y proporcional en casos extremos y que sirve los fines de la justicia retributiva. La realidad es que al final del camino todos esos argumentos están predicados en posiciones morales asumidas por sus interlocutores, y que a mi juicio requieren de mayor reflexión.

En este contexto, la pregunta fundamental y fundacional es el valor moral que le asignamos a la vida humana en nuestro universo axiológico. La más de las veces, los opositores a la pena de muerte recurren a los derechos humanos, como una codificación del derecho natural, para justificar su posición. Dicho esto, no se debe pasar por alto que el derecho natural en si mismo no se inclina a favor o en contra de la pena de muerte y que su contenido normativo dependerá al final del día de la valoración que le queramos otorgar.

Por otro lado, de no haber tales derechos naturales, ¿estará la posición que favorece la imposición de la pena de muerte predicada exclusivamente sobre el derecho positivo? No hay que tener mucha imaginación para darse cuenta que por este camino, como advertían las cartas marinas medievales, hemos de encontrar monstruos. Los que abogan por la imposición de la pena de muerte no pueden escapar las peligrosísimas implicaciones de esta posición.

En el momento en que le asignamos un valor absoluto a la vida humana, nos exponemos a la inmisericordia de las excepciones: la guerra, la defensa propia, el homicidio, la muerte accidental… La legalidad florece en este espacio embrujado. ¿Es posible oponerse o favorecer la pena de muerte sin adoptar posiciones que al final del día sean tan dogmáticas la una como la otra? En cuyo caso, cómo queda parada nuestra coherencia moral? Recuerdo los versos de Walt Whitman: “I contradict myself, I contain multitudes”.

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