Si los libros del estudio estuvieran catalogados, como se supone que estén, podría correr a buscar bajo la “F” todos los de Rosario Ferré, y releerlos y encontrar los versos de sus poemas, las anécdotas de su biografía, los dramas de sus cuentos y novelas, las denuncias de sus ensayos, sus análisis de obras literarias, las páginas tamaño sábanas de sus revistas, todo lo que dejó de legado a este país a veces tan ingrato. Pero no lo están. El desorden de la vida ha permeado los objetos. Tampoco puedo acudir a la Red, pues abruman los errores de fechas, datos, bibliografía y hasta apreciaciones de su obra. Así que para hablar de ella tengo que recurrir a la memoria. Podría pensar en retratos apalabrados, pero en su caso no es posible, pues la continuidad de su labor literaria obliga al rollo de película, a pasar en orden cronológico carriles de películas casera que, aunque borrosas, algo muestran de su vida y obra, reveladoras y esenciales para muchos de nosotros.

Con el chirrido del carrete de trasfondo, aparece, en blanco y negro Rosario, vestida a lo Jackie Kennedy, acompañando a su padre gobernador en la funciones públicas que tuvo que asumir por un tiempo como primera dama, tratando de cumplir con ese rol que nunca deseó, pero que le permitió conocer de fondo el mundo del poder que luego representaría en su narrativa. Poco después, viste mahones y suéter y discute con un puñado de hombres y mujeres el diseño de unas páginas de la revista “irreverente y escandalosa” Zona de carga y descarga, que ya toca llevar a la imprenta y aún la plantilla editorial no termina de diagramar. Un lustro más tarde está en México, con falda y blusa sensatas, dando conferencias, tratando de amoldarse a la vida del DF, enclaustrada por días con sus Fábulas de la garza desangrada, sus relecturas de Lezama Lima, Simone de Beauvoir, Vargas Llosa, y rehusando abrir los portones de su hogar a los asaltos navideños que los estudiantes boricuas, alegres y bebidos de más, tratábamos de llevarle para animarla. Porque siempre estaba apesadumbrada.

De nuevo en la isla. Otro carrete, ahora con un rollo de filme a colores, la muestra de blanco, con sus perros, en un sillón de mimbre o junto a un lattice que da sombra al balcón. Ha vuelto a su casa terrera cercana al mar, donde una vez hubo manglares; anda con sus hijos ya adolescentes y con una vocación férrea – que hace honor a su apellido – de lanzarse como escritora en todas la latitudes posibles.

Como con muchos del oficio de la escritura, nuestra relación fue tangencial, pero las veces que coincidimos en foros por invitación de terceros o en visitas caseras por gusto, siempre acabamos hablando de literatura. En Ciudad México me obsequió El otoño recorre la islas y dialogamos acerca de las estructuras de la narrativa. En Nueva York nos planteamos las definiciones de ser puertorriqueña, “latina” o latinoamericana. En Puerto Rico nos reunimos pocas veces pero siempre ella contaba, con ira, de su vida personal o de los gajes literarios. En Guadalajara, a donde acudimos a celebrar la literatura patria, ella resaltó la importancia de ingresar en el mercado del libro de EEUU al haber escrito en inglés The House on the Lagoon; mientras, yo afirmé que no bastaba con conocer el inglés para una hispanoparlante poder declararse escritora “bilingüe”. Por algún tiempo, no nos frecuentamos.

Pero el tiempo pule casi todas las asperezas y volvimos a coincidir. En el último rollo vuelvo a verla en blanco y negro, regresando junto a su esposo de una reunión en el Ateneo, convocada para salvar el Conservatorio de Música. Todas las artes le apasionaban. Se terminan las imágenes pero queda la palabra. La que empuñó en los Papeles de Pandora, con la que nos maravilló en La muñeca Menor, con la que, ya yéndose, recordó el jardín de su infancia que plasmó en su autobiografía. Fue brava, más que muchos en este país, y fue escritora ¿qué más puede uno pedirle a la vida? La Garza Desangrada alzó vuelo y el homenaje, no se quedó esperándola.