Por:  Luis A. Pérez Vargas, Director Auxiliar, Oficina de Ética Gubernamental

En días recientes escuché la cita “Puerto Rico por encima de todo”, atribuida al primer presidente del Senado de Puerto Rico (1917-1930), Antonio R. Barceló . Al analizarla comencé a repasar el momento histórico en que nació, los acontecimientos posteriores y su pertinencia en estos días.

En aquel entonces la situación de Puerto Rico era muy distinta a la actual. Los partidos de la época, aunque promulgaban distintas definiciones sobre estatus, centraban sus esfuerzos en mejorar la calidad de vida de los puertorriqueños. Por tal razón no resultaba extraño el conjugar alianzas entre partidos de distintos ideales (merece recordar la ocurrida entre el Partido Unión Republicana y el Partido Socialista en 1932), con el fin inquebrantable de adelantar propuestas de justicia social para los suyos. Puerto Rico en ese entonces estaba por encima de todo.

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Fueron pasando los años y con ellos llegaron nuevos partidos y distintas formas de administración. El Partido Popular Democrático, que estuvo en el poder desde 1941 hasta 1968, logró obras significativas. Un principio básico de administración pública que funciona como instrumento al éxito, es la continuidad de los procesos. El ejercer por veintiocho años ese poder político que otorga el Pueblo, primero reconocido mediante Ley y luego por la Constitución, definitivamente fue un ejercicio de continuidad.

A partir de 1969 Puerto Rico inicia un cambio histórico en la administración pública. Se experimenta el bipartidismo con la llegada del Partido Nuevo Progresista, hay menos nivel de analfabetismo y se marca el cambio crucial a la industrialización. Por ende, las exigencias de los ciudadanos comienzan a despuntar, y la administración pública se convierte en un gran reto para los gobernantes. Los partidos de mayoría se intercambian el poder por lo general cada ocho años, por lo que mengua la continuidad de los procesos. La administración pública de la época, aunque con algunos aciertos, empezaba a decaer.

En tiempos recientes los retos han sido mayores. Hemos cambiado de gobernante en cada una de las pasadas cuatro elecciones, y aunque en su justo contexto no es dañino, ha tenido significativas consecuencias por la ausencia de voluntad para reconocer las aportaciones del contrario. Se ha pasado por alto el unirnos por el derrotero del bien común, demostrando nuevamente la falta de continuidad en las políticas públicas establecidas. Esta acción abona a que la ciudadanía pierda la confianza en su gobierno, convirtiendo el camino a la recuperación en uno arduo. En la publicación Conversaciones con Jorge Bergoglio, el ahora sumo pontífice católico comentaba, “cuando los políticos empiezan a buscar soluciones mediante pactos, se equivocan si ellos no se asientan en la solidez de la reserva moral de nuestro pueblo. De lo contrario, constituyen un mero contrato que podemos romper cuando se nos viene en gana”. Si extrapolamos esto a nuestra jurisdicción, comprenderemos la diferencia entre los convenios de la década de los 30 y los convenios simulados del presente.

De cara al futuro no podemos olvidar el pasado. Aquel que no conoce su historia vive condenado a repetir los errores que hubo en ella. Sí, me atrevo a alterar esta cita de Napoleón Bonaparte porque hay sucesos de la historia que ameritan reintegrarse al presente. Ante la ausencia de continuidad en los asuntos públicos, el sentido común debe tomar presencia. En esta coyuntura histórica, y sin intención de agraviar la memoria de Don Antonio, se hace primario en estos tiempos propulsar la administración pública por encima de todo.

Esta nota aparece en la edición impresa de El Vocero.