No perdamos el punto al criticar la creación por el Congreso de Estados Unidos de una junta federal de control fiscal para que se haga cargo de todo lo relacionado con las finanzas del territorio de Puerto Rico, incluyendo la aprobación y distribución de su presupuesto. O sea, de todo.
Algunos se lamentan que con la creación de la junta, el gobierno de Estados Unidos ha vuelto a controlarlo todo en Puerto Rico. Pierden el punto. Lo han controlado todo siempre. Inclusive, cuando aprobaron en 1950 la ley federal 600 para permitir a los puertorriqueños redactar su constitución de estricto y limitado gobierno interno. Ajustada, eso sí, controló el Congreso, a “las disposiciones aplicables de la Constitución de Estados Unidos, a la Ley de Relaciones Federales con Puerto Rico, y a la ley Pública 600 del Congreso”.
En puridad de verdad, aquel fue un ensayo de gobierno local –nada que ver con el espinoso asunto del estatus político del territorio– para ver cómo nos portábamos administrando los asuntos fiscales, que continuaron restrictos a las disposiciones de la vieja ley Jones, pero conocida a partir de 1952 como la Ley de Relaciones Federales con Puerto Rico.
Más pendientes a los altibajos de la Guerra Fría, especialmente después de la llegada de Fidel Castro a La Habana desde Sierra Maestra, los “americanos” no prestaron mucha atención al comportamiento de sus súbditos en el Caribe, después de que se portaran bien en su “democracia. Así que, por largos años, con la boyante economía estadounidense al palo –suficiente para aumentar constantemente la dependencia del territorio en el Tío Sam y hacer “feliz” a su colonia– nos dejaron bailar al son de la irresponsabilidad fiscal, gobierno tras gobierno.
Pero no más. Con el fin de la Guerra Fría entre 1989 y 1991 –desde la Cumbre de Malta hasta el Tratado Start I de reducción de armas estratégicas– los “americanos” ahora tenían tiempo para echar una mirada a su colonia caribeña. Lo que vieron los puso en alerta: la irresponsabilidad de gastar más y producir menos los llevó quizá a pensar que era el momento de recurrir a la idea del Comisionado General de Estados Unidos en Puerto Rico, el Hermano Mayor que sugirieron enviarnos en los 1940 cuando comenzaron a acariciar la idea de permitirnos elegir nuestro gobernador.
Se asustaron más a partir de los últimos años de los 1990, cuando la irresponsabilidad en el manejo de las finanzas públicas del territorio –gran parte de ella proveniente de fondos del Tío Sam– se hizo más patente y el territorio comenzó a acercarse al abismo mientras la largueza de los fondos federales comenzaba a reducirse.
Hasta que al fin, aquel Comisionado General para Puerto Rico de los 1940 trocó en el Coordinador de Revitalización de 2015, como eje rector de la llamada Junta federal de Control Fiscal. Sencillamente, cuando es evidente que el territorio ha advenido a algo así como inconsecuente para el “americano”, comenzaron desde la sede del poder plenario sobre Puerto Rico a revisar los resultados del ensayo de gobierno propio de 1952, y encontraron que nos colgamos. Con nota de F. De ahí la Junta federal de Control Fiscal, de ahí el nuevo Comisionado General, como procónsul soberano a cargo de la tutela, a veces imperceptible pero siempre presente, de Estados Unidos sobre su colonia.
Pero, ojo, la culpa no la tiene Fatmagül.
La culpa reside en nosotros mismos, quienes acostumbrados a trocar nuestros derechos políticos y nuestra participación plena en una sociedad democrática –sea con nuestra integración a la nación de la que ostentamos su ciudadanía, sea con nuestra inserción en la comunidad internacional de estados soberanos e independientes– por una cuestión de dólares y centavos.
La culpa de esa junta “deshonrosa y degradante”, como la ha llamado el gobernador, es de quienes, adormecidos por las ventajas contributivas –que, por cierto se han acabado– han encallecido todas las venas de su dignidad y permitido la continuación del “deshonroso y degradante” sistema colonial que nos merma como pueblo.
Mas no es tarde. Todavía hay tiempo para un arresto de dignidad. Sin embargo, hay que evidenciarlo más temprano que tarde. Para evitar lo que Baldorioty consideraba las alternativas últimas de un pueblo cuando pierde su último rayo de esperanza: su degradación o su suicidio.
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