“Las ideologías –decía el célebre periodista vasco Jon Sistiaga en su programa Tabú– sacan lo peor de los seres humanos y los convierten en malos. No todo alemán era malo, pero sí lo era el que se convenció a través del nazismo de que era una necesidad vital eliminar a los judíos más que llevar a su hijo hasta la universidad… (pero) se puede apelar a la capacidad de resistencia de los seres humanos para no caer en la perversidad de algunas ideologías”. Paralelo a eso, decía: “La mitomanía es un defecto más común de lo que se cree. Lo peligroso de ese tipo de persona es que, a fuerza de decir tantas mentiras, terminan por creerse ellos mismos”.
Recuerdo a Sistiaga mientras escucho las embestidas contra la inteligencia de los puertorriqueños con que se deleitan algunos portavoces inoficiosos de la oposición ideológica que acapara hoy los espacios vitales de las tantas ocasiones mal usadas redes sociales, e incluso en uno que otro espacio de la industria del “análisis radial”. Lo que ha sacado de esos personeros el huracán María ha colmado la copa de la “perversidad de algunas ideologías” y de la mitomanía (tendencia morbosa a desfigurar, engrandeciéndola, la realidad de lo que se dice, apunta el diccionario) de que hablaba Sistiaga. Para no decir de quienes se cantan “expertos”, de la física a la astronáutica, para retar toda decisión gubernamental y, como expertos en todo, “asegurar” que el proceso de restauración ha sido “otro desastre” (palabras textuales de uno de ellos), que se debió haber hecho así o asao. Quien, sin haber estado en Puerto Rico durante el azote del huracán María, haya escuchado los “análisis” de tales comentaristas –producto de sus propias elucubraciones de la noche previa– alrededor de los trabajos de recuperación y restauración por parte del gobierno tras el paso del huracán, podría pensar que lo que pasó por aquí el miércoles 20 de septiembre fue un fuerte aguacero que tumbó un par de árboles y uno que otro poste.
El huracán María ha sido, probado con evidencia contundente e histórica, el evento más dramático y desolador que haya sufrido Puerto Rico en más de un siglo; el desastre natural más grande y devastador en la historia de Estados Unidos. Ha sido la prueba más dura que haya enfrentado un gobernador de Puerto Rico, incluidos los 147 españoles, los 15 estadounidenses y el puertorriqueño Jesús T. Piñero de designación presidencial, y los 11 elegidos por los puertorriqueños.
En casi tres meses, el gobernador Ricardo Rosselló ha enfrentado retos y tomado decisiones más trascendentales y efectivas que las que tomaron todos los gobernadores elegidos antes que él, en todo un cuatrienio completo y ante situaciones mucho menos graves. Ha demostrado, dentro de la catástrofe sin precedente y la insidia de la oposición ideológica, una capacidad también sin precedente que evidencian, en tan sólo 90 días, los significativos avances de restauración tras un huracán que dejó la Isla totalmente a oscuras; destruyó total o parcialmente 472,000 unidades de vivienda; tumbó tres cuartas partes de todas las subestaciones eléctricas; destrozó toda la red de telecomunicaciones; arrasó con las plantaciones agrícolas y desoló el comercio, la industria y todo el nervio vital de la economía.
Nada más hay que echar una mirada al enero de 2017 que dio la bienvenida al gobernador y su equipo de trabajo, para entender la ciclópea tarea a que ha tenido que dedicar sus 24/7 la actual administración de gobierno: María fue una adición a la agenda que iba en marcha para sacar las finanzas públicas del hoyo negro a que fueron lanzadas a través de políticas públicas erradas, consecuencia de la improvisación y la negligencia en la operación gubernamental, de la que bastaría un solo ejemplo: la Autoridad de Energía Eléctrica, devastada mucho antes de la llegada de María.
Menos mal que la inmensa mayoría de los puertorriqueños contiene en sí la gran capacidad de resistencia que les permite distinguir entre la realidad y la perversidad ideológica.
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