Invitado por la candidata a alcaldesa, en 2016 participé en una actividad en un barrio de Patillas. Había cometido el imperdonable error de aspirar al Senado. El vagón de una guagua sirvió de tarima para que cada uno de los candidatos se dirigiera al público. Esa actividad me trajo muchos recuerdos de cuando mi padre estaba activo en las campañas políticas de su época, que muchas de ellas se celebraban al lado de cafetines y, mientras los líderes hablaban, la concurrencia bebía y celebraba con delirio el acontecimiento. Eran más fiestas, que fragor político.
Como a todas, a esa actividad fui preparado. Un grupo de amigos, entre los que se encontraban un exdirector de campaña de Carlos Romero Barceló, un exasesor de otra campaña a la gobernación, el exsenador Oreste Ramos y el amigo Ramón Rosario, me recomendaron que me enfocara en la estadidad. Que mi discurso político estuviera dirigido a ello, pues esa era la esencia misma del PNP. Cuando me tocaba el turno de hablar eso hacía.
El tema lo dividía en ciudadanía americana, igualdad de derechos y soberanía del estado. En cada discurso en cada pueblo incluía elementos históricos, pues notaba que a mucha gente le atraía la historia. Sobre la ciudadanía explicaba la desigualdad en derechos para el ciudadano americano que vive en Puerto Rico con el que vive en los estados. Mudarse de cualquiera de los estados a nuestro territorio conlleva una reducción dramática en derechos y, a la inversa, una ganancia.
Sobre la igualdad en derechos les hablaba de manera sucinta y sencilla. Comenzaba con el caso de Brown v Board of Education y cómo desde ese momento hasta ahora la historia de los Estados Unidos, como magistralmente lo ha expresado Eric Foner, puede catalogarse como la “historia de la igualdad.” El derecho al aborto con el caso de Roe v Wade, el derecho a la intimidad en Griswold v Connecticut, la igualdad racial en Loving v Virginia. Casos importantes en que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos reconoce la igualdad en derechos de las minorías en la sociedad americana.
Por otro lado, el derecho de expresión adquirió una dimensión dramática cuando el presidente del Partido Comunista de Texas, Gregory Lee Johnson, marchó por la calles de Dallas en protesta por la convención republicana celebrada en dicha ciudad en 1984 y al llegar a la alcaldía quema la bandera de los Estados Unidos. Fue arrestado, pero en la impugnación y tracto judicial llega el caso al Tribunal Supremo y, en 1989, por voz del juez Antonin Scalia, se reconoce que la acción está protegida por la Primera Enmienda de la Constitución.
La temática incluyó la elección de Barack Obama, los casos concernientes a la libertad religiosa, el matrimonio como un derecho fundamental y la irrupción de las minorías al poder, los Estados Unidos como una sociedad multilingüe donde se hablan en sus hogares 365 idiomas, además del inglés, y el caso de Lawrence v Texas donde el Tribunal Supremo decide que una ley de sodomía del estado es inconstitucional en su aplicabilidad cuando el acto sexual entre dos hombres es de manera consensual.
También, la soberanía de los estados, donde en sus asuntos internos el Congreso de los Estados Unidos no puede inmiscuirse y esto incluye la educación pública, el idioma oficial para asuntos de gobierno y hasta la composición de su legislatura, como el caso de Nebraska. Esta soberanía viene porque el sistema federal americano se funda desde abajo y no desde arriba, como otros sistemas federales. El pueblo se reunió, adoptó una constitución y creó un gobierno federal al que le delegó poderes. Ya el gobierno de los estados existía desde que las trece colonias advinieron al congreso continental.
Esos tópicos eran hablados en un lapso de veinte minutos. Las personas atendían y escuchaban atentamente. Al terminar, los aplausos eran breves y parcos. Esto se dio en todos los lugares que visité. Sin embargo, detrás de mí venían legisladores o candidatos con ataques a mansalva al Partido Popular y con frases de refriega callejera y cafetinesca, usando epítetos de caracteres macondianos y condimentados con disparates inimaginables que obligaban a la risa, pero que la concurrencia gritaba delirante y con emoción superlativa.
Fue en Patillas mi última actividad. Me fui cargado de dudas e interrogantes sobre por qué la reacción de la gente era de parquedad hacia la estadidad y de locura hacia el ataque. Al llegar a mi casa me di cuenta que toda esa reacción obedecía a que, esencialmente, veían a su partido como un verdadero equipo de pelota.
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