Open in app or online Hamilton: Legado y Relevancia – Por Andrés L. Córdova

Alexander Hamilton, John Trumbull (1806)

A continuación reproduzco la ponencia presentada en el conversatorio Hamilton: Influencia, Legado y Relevancia en la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana el 2 de mayo de 2019. Publicado en 4 Rev. Jur. AAPR 1 (2019).

La figura de Alexander Hamilton ha vuelto a la atención del público en general a raíz de la obra musical de Lin Manuel Miranda. Más allá del juicio estético de la obra – basada en la biografía de Ron Chernow – me parece que podemos entenderla como una invitación a dar un repaso a la obra e influencia de Alexander Hamilton, particularmente en el campo del Derecho Constitucional.

Como observación inicial, es propio que iniciemos con una breve reflexión sobre la forma y manera en que nos aproximamos y apropiamos de la historia. A nadie le está prohibido entender el pasado, aunque estos no garantiza que se entienda correctamente. En este aspecto, y no obstante los errores que puedan haberse cometido en algún dato histórico o sobre cual pudiera ser su intención autorial, la obra de Lin Manuel Miranda es una magnífica instancia de cómo convertimos al pasado en presente. Las artes son, de ordinario, mucho más efectiva que el Derecho en este aspecto. Recuerdo la frase de William Faulkner, ”history is not even past”.

            En el proceso creativo de ejecutar su obra el autor se vale de los eventos de un pasado para construir una narrativa cónsona con sus intenciones y visión estética. Este proceso de aproximación y apropiación supone necesariamente una lectura y contextualización histórica, una fusión del pasado con el presente, con miras a poner en escena lo que a juicio de su autor es lo verdaderamente decisivo. Todo ejercicio de interpretación implica una valoración.

En el campo jurídico, esta aproximación y apropiación se manifiesta en cómo nos acercamos a los textos jurídicos para entender su sentido y alcance. En el campo del Derecho Constitucional – por supuesto –  este proceso nos lanza de lleno en los problemas de interpretación de los textos fundacionales, particularmente en su aplicación a casos y controversias específicas. La interpretación jurídica, a diferencia de la interpretación literaria o filosófica, siempre viene marcada por lo que el jurista italiano Emilio Betti llamaba la subtilitas applicandi. El momento de adjudicación jurídica hace de la interpretación un acto dispositivo, algo que a menudo no se advierte en otros ejercicios interpretativos.

En este contexto Alexander Hamilton – junto a James Madison y otros menos conocidos – es una de las voces más lúcidas en esa primera generación de intérpretes de la Constitución. Los Federalist Papers – columnas periodísticas suscritas por Hamilton, Madison y John Jay defendiendo la Constitución en el proceso de su ratificación por los Estados –  son de las primeras, no las únicas, interpretaciones del sentido y alcance de la Constitución e histórica y jurídicamente han sido reconocidas como fuentes persuasivas de derecho.  

Es interesante contrastar la metodología interpretativa de Hamilton a la forma y manera en que las varias contemporáneas corrientes jurídico-filosóficas se acercan a los textos constitucionales. Al hacer ese contraste hay que tomar constancia de cómo el anacronismo interpretativo inevitablemente tiñe nuestra aproximación a los textos.

Por ejemplo, en Federalist 32Concerning the General Power of Taxation (1787), Hamilton arguye a favor de la doctrina de jurisdicciones concurrentes entre los Estados y el gobierno Federal, como una instancia de la soberanía compartida, para justificar la imposición de impuestos por parte del gobierno Federal. Su interpretación de los poderes del Congreso bajo el Artículo I de la Constitución, suponen una lectura amplia del texto, partiendo de la premisa de que para darle curso a los poderes expresamente conferidos es necesario reconocer poderes implícitos, ”necessary and proper”, para descargar  las responsabilidades encomendadas en la Constitución. Al leer el texto constitucional desde la relación de fines y medios, Hamilton logra ensanchar los poderes del Ejecutivo, con pocas limitaciones que no fueran autoimpuestas. Esta amplitud interpretativa suscitaría la oposición de Thomas Jefferson y James Madison, que veían en ella una tendencia peligrosa de consolidación del poder político en el gobierno federal. Claro, ambos no le dieron curso a sus contemplaciones cuando ocuparon respectivamente el cargo de la presidencia.

Las aproximaciones al texto de la Constitución por Hamilton, Madison y Jefferson estaban predicadas en sus respectivas visiones para la República naciente. En el caso de Jefferson, su modelo era una República agraria – pastoral, sin referencia por supuesto a la esclavitud que la hacia posible – basada en una conceptualización idílica del pequeño agricultor,  el “yeoman” del siglo XVIII. Hamilton, en cambio, concebía una República comercial y financiera anclada en el intercambio económico de bienes y servicios. Estas diferencias de economía-política pronto se tradujeron en políticas públicas que explican en gran medida la formación de los primeros partidos políticos, los Federalistas y los Republicanos que dominaron los primeros 20 años de la política nacional.

Como Secretario del Tesoro, Hamilton abogó por esta interpretación expansiva de los poderes del Ejecutivo en el caso Hylton v U.S., 3 U.S. (3 Dall.) 171 (1796). Este caso trataba sobre una ley congresional que imponía un impuesto anual sobre los carruajes, el cual fue impugnado alegándose que era un impuesto directo que requería su repartición, “apportionment”, entre los Estados conforme el Artículo I, §§ 2 y 9 de la Constitución. El Tribunal Supremo en opiniones seriadas (“seriatim opinions”) acogió el planteamiento de Hamilton de que el impuesto era uno indirecto, razón por la cual no violaba la Constitución. Aún cuando este caso no declaró inconstitucional la ley congresional, anticipa el concepto de revisión judicial expuesto por el Juez Marshall en  Marbury v. Madison,  5 U.S. (1 Cranch) 137 (1803), y por el propio Hamilton en su Federalist 78, The Judiciary Department (1787).

Posteriormente, en el histórico Mcullock v Maryland 17 U.S. (4 Wheat.) 316 (1819), el Tribunal Supremo reconoció el alcance del poder del Congreso de crear el Banco de los Estados Unidos bajo la cláusula de los poderes necesarios y propios del Articulo I, §8, – como un poder  implícitamente concedidos al Congreso, y que el estado de Maryland no podía imponer un impuesto al Banco de los Estados Unidos porque intervendría indebidamente con el ejercicio de los poderes facultades del gobierno de los Estados Unidos.

Ya en Federalist 33Concerning the Power of Taxation (1787),  y en su Second Report on the Public Credit (1790) Hamilton había abogado por las creación del Banco de los Estados Unidos para establecer un sistema financiero estable, similar al Banco de Inglaterra, protector del crédito público. Jefferson se oponía a la creación de un Banco Nacional por temor a la concentración del capital financiero en manos del gobierno federal, lo cual debilitaría el poder de los Estados.

Esta interpretación, de que la Constitución provee para poderes implícitos, suscitó la oposición de Madison quien alegaba que Hamilton se había apartado de la lectura literal de su texto. En este contexto deberíamos preguntarnos si hay tal cosa como un sentido literal. La literalidad – como todo proceso interpretativo – requiere del sujeto que lee y el texto que es leído. En el entrejuego del lector con el texto, el ejercicio de la interpretación es inevitable. Lo que mal llamamos la literalidad, no es más que otra forma de interpretar.

Hay que notar que tanto Jefferson como Madison abogaban en general por una interpretación más restrictiva de la Constitución, reconociéndole al gobierno de los Estados Unidos solo aquellos poderes y facultades que expresamente le fueron conferidos. Es en el  contexto de este debate que hay que ubicar la Décima Enmienda, y la reserva de poderes de los Estados.

Jefferson inclusive llegó a articular la posición de que los Estados tenían el poder y soberanía para negar la aplicabilidad de aquellas leyes que fueran contrarias a sus percibidos intereses. Esta doctrina, conocida históricamente como el “nullification theory”, fue posteriormente desarrollada por John Calhoun y sirvió como fundamento teórico para la secesión de los Estados de la Confederación, que precipitó la Guerra Civil (1860-1865). En este aspecto Thomas Jefferson y James Madison  parecerían tener más en común con los hoy llamados “strict constructionist” que promueven una lectura textualista, restrictiva de la Constitución y los defensores de los derechos de los Estados frente al Gobierno de los Estados Unidos. Tomando las distancias históricas de rigor, la pugna filosófico-política entre los Federalistas de Hamilton y los Republicanos de Jefferson y Madison sigue siendo parte integral, aunque de manera solapada, de nuestro debate público.

A modo de observación tangencial, hasta recientemente algunos en Puerto Rico insistían en ensayar una versión tropical de la teoría de  ”nullification”, alegando que dentro del modelo federalista el Estado Libre Asociado podría decidir cuales leyes federales le eran aplicables, ello bajo la teoría de la soberanía propia del Pueblo de Puerto Rico. Commonwealth of Puerto Rico v. Sánchez Valle,  579 U.S. ___ (2016),  Commonwealth of Puerto Rico v. Franklin California Tax-Free Trust, 579 U.S. ___ (2016) y PROMESA – por no hablar de las peleas de gallos – pusieron fin a esas elucubraciones.

Por otro lado, tan reciente como en el caso de  National Federation of Independent Bussiness v. Sebelius, 567 U.S. 519 (2012), sobre el Affordable Care Act, el Juez Presidente John Roberts se apoyó, entre otros, al caso de Hylton para validar la constitucionalidad de la ley bajo los poderes del Congreso de legislar impuestos por inactividad comercial.

Desde el punto de vista metodológico – dejemos a un lado por el momento otras consideraciones – la interpretación amplia propuesta por Hamilton, le reconocía simultáneamente los poderes concurrentes de los Estados. En la coyuntura política de finales del siglo XVIII, en donde los Estados tenían mayores poderes reconocidos y el gobierno federal buscaba como asentarse en un espacio independiente de los Estados después del fracaso de los Artículos de Confederación, no hubo oportunidad para Hamilton de desarrollar su teoría de jurisdicciones concurrentes desde la perspectiva de los Estados. Será después de la implementación del Nuevo Trato de Franklin Delano Roosevelt a mediados del siglo XX y el desarrollo de un Gobierno Federal avasallador que la teoría de los poderes concurrentes de los Estados – desde la perspectiva de los Estados – empieza a sentirse con mayor fuerza. No es coincidencia, por ejemplo, que las diversas teorías de interpretación constitucional como el  originalismo, textualismo y “strict construction”  comienzan a articularse en la década de los 70 en respuesta al “legal realism” y “el critical legal studies”, corrientes interpretativas de talante instrumental. Las diferencias de interpretación son al final del día diferencias de posiciones políticas, económicas y sociales.

Un ejemplo reciente del ejercicio de este balance de poderes concurrentes fue el caso de South Dakota v. Wayfair, Inc., 585 U.S. ___ (2018), en el cual se validó que los Estados podían imponer un impuesto sobre las compras de artículos hechas a vendedores sin presencia en dicho Estado, específicamente por transacciones por la internet, sin que ello violentara la cláusula durmiente del comercio interestatal.

Este principio de concurrencia jurisdiccional – del federalismo propiamente entendido – descansa en el ejercicio prudente de los poderes constitucionales de las tres ramas de gobierno y es, a mi juicio, el legado político-jurídico de mayor envergadura de Hamilton.

Desde esta perspectiva, y a título de ejercicio hipotético, sería interesante preguntarse cómo Hamilton atendería la interpretación del Artículo IV, §3, de las Constitución, sobre los poderes plenarios del Congreso sobre los territorios, particularmente sobre la clasificación jurisprudencial de los territorios no incorporados, establecida en  Downes v Bidwell, 182 U.S. 1 (1901) y  la secuela de los casos insulares. Una lectura de su Federalist 7Concerning Dangers from Dissensions Between the States (1787), que discute el tema del poder del gobierno federal sobre los territorios no arroja mucha luz sobre las limitaciones, si alguna, que pudieran limitar el ejercicio de sus facultades. Hay que tomar conocimiento que el tema de los territorios fue objeto de escasa discusión en la Asamblea Constituyente en Philadelphia (1787), porque ya había sido atendido en el Northwest Ordinance de 1787 bajo los Artículos de Confederación.

            Otro asunto en el cual la sombra de Hamilton se posa es sobre la discusión de la estadidad para Washington D.C.. Como sabemos, existe un fuerte movimiento en Washington D.C. por obtener la estadidad, y la cual de ordinario parte por líneas partidistas. Los Demócratas lo favorecen, los Republicanos se oponen, favoreciendo ceder a Maryland gran parte de lo que hoy es el Distrito Federal. En tanto que la ubicación de la capital federal entre los Estados de Virginia y Maryland fue un acuerdo político entre Hamilton y Jefferson, esa discusión debe tomar nota de ese contexto histórico, por el balance de poderes políticos que supuso en algún momento entre los Estados del Norte y los Estados del Sur.

En su First Report on the Public Credit (1790) Hamilton rindió un informe sobre el estado de situación financiera de los Estados Unidos e hizo varias recomendaciones para reestructurar la deuda pública y establecer el crédito público. A tales fines propuso la redención (“redemption”), por el Gobierno de los Estados Unidos a su valor par (face value) de todos los instrumentos negociables de sus tenedores – en ese momento los especuladores habían comprado los instrumentos negociables en manos de los tenedores originales, muchos de ellos veteranos de la guerra quienes esperaban el cobro de sus salarios por el servicio militar, por precios muy por debajo de su valor par – a la vez que recomendaba asumir (“assumption”) y consolidar la deuda pública de todos los Estados. Esta propuesta generó un debate que llevó a lo que se conoció como el “Compromise de 1790”, en la cual se acordó entre Jefferson y Hamilton autorizar a la redención y asunción de la deuda a cambio de relocalizar el distrito federal entre Virginia y Maryland.

La comparación de Puerto Rico con Washington D.C. es ilustrativa. Ambas jurisdicciones están sujetas a los poderes del Congreso, y ambos tienen un representante sin voto en la Cámara de Representantes. Hay un reconocimiento por grandes sectores de sus poblaciones que la única forma de obtener una efectiva representación en el Congreso es a través de la estadidad.

Contrario a Puerto Rico, que está sujeta a los poderes plenarios del Congreso bajo el Artículo IV, §3, de la Constitución, Washington D.C. está sujeta al ejercicio legislativo exclusivo del Congreso bajo el Artículo I, §8(17). Esta diferencia estructural en la autoridad constitucional da pie a varias anomalías que hay que destacar. Por ejemplo, por ser parte de los Estados Unidos y estar bajo la Cláusula de Uniformidad tributaria del Artículo 1, §8(1), los residentes de Washington D.C. rinden contribución federal sobre ingresos. Como regla general – de diseño congresional – los residentes de Puerto Rico no rinden contribuciones federales sobre ingresos porque no le aplican la cláusula de uniformidad. Por idéntica razón, a Puerto Rico se le trata como una jurisdicción foránea para propósitos del Código de Rentas Internas federal, el cual provee ciertos beneficios contributivos a las corporaciones (americanas) foráneas,  como bien delata la más reciente reforma contributiva de 2017.

En cuanto al derecho al voto presidencial, y contrario a Puerto Rico y demás territorios, la XXIII Enmienda de la Constitución le reconoce a Washington D.C. un número de electores para el Colegio Electoral para votar por el Presidente y Vice-Presidente, igual al número de senadores y representantes al cual tendría derecho si fuera un estado, pero en ningún caso más que el estado menos poblado. Esta enmienda se ratificó en 1961. En las elecciones del 2016 Washington D.C. tuvo tres electores que votaron por Hilary Clinton.

Como un enclave federal Washington D.C. es tratado por el Congreso bajo las restricciones que impone la Constitución. Esta protección, sin embargo, no es suficiente para propósitos de los derechos políticos de sus 700,000 residentes. Como demostró el reciente cierre del gobierno federal a principios de año, el hecho de que los residentes de la capital – la inmensa mayoría siendo empleados federales y municipales, contratistas del gobierno y profesiones vinculadas con los procesos gubernamentales – no tengan voto en el Congreso  los pone en  una clara e injustificada desventaja en el proceso político.

Desde la perspectiva jurídica hay que subrayar que la estadidad para Washington D.C. levanta una serie de interrogantes sobre nuestro entendimiento contemporáneo del federalismo y el derecho de los Estados en la arquitectura constitucional. Washington D.C. como Estado supondría una ciudadanía cuya lealtad política principal sería al gobierno federal y no al Estado, trastocándose el modelo federalista en el balance de poderes entre los Estados. Para evitar estas interrogantes inclusive, algunos han sugerido segregar gran parte del distrito federal y cedérselo nuevamente al estado de Maryland. En este debate , el “Compromise of 1790” entre Hamilton y Jefferson subraya la importancia de lograr un balance entre los Estados de la Unión.

Otra área en donde la influencia de Hamilton se hace sentir es en el tema de Colegio Electoral.  En las elecciones del 2016,  Hillary Clinton prevaleció sobre Donald Trump  en el voto popular. No obstante, de los 270 votos del Colegio Electoral requeridos para prevalecer Donald Trump obtuvo 290 votos y Hillary Clinton 228. Esta es la cuarta ocasión en la historia de las elecciones presidenciales de los Estados Unidos en que los resultados del Colegio Electoral se imponen sobre el resultado del voto popular. El antecedente más reciente siendo la contenciosa elección entre George Bush y Al Gore en el 2000.

Cada vez que ocurre este desfase entre el voto popular y el colegio electoral surgen las críticas de que la institución del Colegio Electoral debe ser enmendado o eliminado para darle curso a la voluntad electoral de la mayoría de la población. El Art. II, §1, de la Constitución dispone que cada Estado nombrará, en la manera en que disponga su Legislatura, un número de electores (o compromisarios) igual al número de Senadores y Representantes al cual tiene derecho cada Estado de enviar al Congreso, quienes a su vez votarán por el Presidente y Vicepresidente en un procedimiento conforme a lo dispuesto en la Duodécima Enmienda (de 1804).

Una primera lectura sobre esta bizantina disposición no ayuda mucho a entender el por qué de la misma. Su razón de ser la encontramos en los principios del federalismo que corren a lo largo del texto de la Constitución,  y en el temor de aquello que las elites políticas de entonces calificaban como  el gobierno por el populacho (“mob rule”).

En Federalist 68The Mode of Electing the President (1787), Hamilton defendió el Colegio Electoral arguyendo que si bien el voto popular era importante para tener una idea de lo que el pueblo estaba pensando, la última palabra debía residir en los electores que fueran hombres capaces según su posición social de seleccionar a la persona mejor cualificada para el puesto. En otras palabras, la función del Colegio Electoral según Hamilton y otros era erigir una línea de defensa contra el populismo democrático que amenazaba su control de los procesos políticos de entonces. En cuanto a la posibilidad de que una persona incapaz llegara a ser Presidente, Hamilton señalaba que el Colegio Electoral aseguraría que solamente personas virtuosas y de habilidad fueran seleccionadas.

Con razón se ha señalado que la Revolución de 1776 y la Constitución de 1787 fue cooptada por sectores socio-económicos privilegiados de la naciente República. El radicalismo de un Thomas Paine era la excepción en los círculos de poder político de la generación revolucionaria. La elección de Andrew Jackson frente John Quincy Adams en 1828 inauguró la era del populismo electoral en la cual todavía nos encontramos. Más allá del elitismo y la protección de los derechos de las clases propietarias del momento, evidentes en la posición de Hamilton, el Colegio Electoral le reconoce a los Estados la facultad de legislar como habrán de designarse sus electores. La Guerra Civil (1861-1865), la Decimocuarta Enmienda (1868) y la Decimonovena Enmienda (1920) cambio la ecuación político electoral. Dentro del modelo federalista, aún al día de hoy, el Colegio Electoral pretende salvaguardar algún reducto de los derechos de los Estados frente a las pretensiones del gobierno federal.

Es irónico que la elección de Trump descanse sobre un Colegio Electoral basado en los votos de los electores de Estados que representan las actitudes y valores políticos que los fundadores de la Constitución probablemente calificarían como “mob rule”: sectarismo, sentimentalismo e irracionalidad. Una mirada al mapa electoral 2016 refleja un país dividido geográfica y culturalmente, con los Demócratas controlando el Noreste y la costa del Pacífico, y entre medio un mar Republicano. La noción promovida por Hamilton de que el Colegio Electoral de alguna manera es un baluarte contra la intervención de las masas en la elección del Presidente, y para la protección de los intereses político-económicos de las elites, ha probado ser todo lo contrario en esta elección.

No puedo dejar de observar, a modo de conclusión,  que la influencia y legado de Hamilton en materia de Derecho Constitucional se concentra casi exclusivamente en asuntos de los poderes institucionales de las tres ramas de gobierno y la estructura política del gobierno federal, y no sobre los derechos civiles de los individuos. Esto tiene una explicación histórica. Hay que recordar que la Constitución aprobada en Philadelphia en 1787 no incluía una Carta de Derechos. La razón para ello es que se entendía que era innecesaria porque los derechos civiles de los ciudadanos era un asunto eminentemente de los Estados y el gobierno federal que estaban creando era uno de poderes y jurisdicción limitada.  No fue hasta que en los debates en los Estados que los anti-Federalistas lograron obtener un compromiso de que se incluiría una Carta de Derechos como condición de sus votos a favor de la ratificación de la Constitución. La Carta de Derechos recogidas en las primeras diez enmiendas, inspiradas en gran medida por la Carta de Derechos de Virginia redactada por George Mason, fueron aprobadas en el primer Congreso en 1791.  Pero eso es otra historia para otra ocasión.


* Catedrático Asociado en la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana de Puerto Rico. Presentado en el conversatorio Hamilton: Influencia, Legado y Relevancia en la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana el 2 de mayo de 2019.

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