Corrupción

¿Han notado que la gente ya no tiene vergüenza y, entonces, sucede que entremezclados con gente de bien uno puede encontrar, con amplia sonrisa, a cualquier sujeto acusado de las peores corrupciones, como si nada? —Ernesto Sábato, La Resistencia—

Desde los notorios casos de corrupción ocurridos a principios de la década de los noventa, cuando un tercio de los senadores del PPD fueron convictos por casos de corrupción, para luego aparecer Víctor Fajardo y las más de cuarenta convicciones por delitos contra la función pública bajo la administración de Pedro Rosselló, este flagelo y depredador del dinero del pueblo, que acelera la codicia del corrupto, ha sido una constante en la historia de Puerto Rico. Cada cuatrienio los casos salen como un ejército de comején que nadie imaginaba que en la oscuridad carcomían, no solo el gobierno, sino también el sistema democrático mismo, y que si no fuera por el gobierno federal, el pueblo jamás se enteraría de este cáncer moral. Tanto bajo el PNP como el PPD, la cantidad de convicciones estremecen la conciencia del pueblo, pues es un hecho irrefutable que esta subcultura de la delincuencia nunca ha tenido nombre y apellido.

En este cuatrienio hemos visto cómo alcaldes de los dos partidos principales han sido arrestados, como los de Humacao, Guayama, Trujillo Alto, Cataño y Guaynabo. Este último recibiendo un sobre lleno de dinero por el contratista Oscar Santamaría, que logró obtener contratos millonarios con varias alcaldías y que fue asesor del pasado presidente de la Cámara de Representantes, Johnny Méndez, en asuntos de administración pública.

Esta corrupción ha lacerado la confianza del pueblo, no solo en sus instituciones locales, sino en el sistema de partidos. La baja porcentual que tanto el PPD como el PNP recibieron en las pasadas elecciones es un reflejo de la desconfianza del pueblo. Muchos electores prefirieron votar por otros partidos y otros candidatos. Ejemplo conspicuo lo es el partido que dice defender la estadidad. En las elecciones de 2008 obtuvo el 52% y en 2020 el 33%. Una reducción de 19%. Miles de penepés se fueron con Proyecto Dignidad y otra cantidad, un poco menor, votó por Juan Dalmau.

Sin embargo, mientras esto ocurría, la estadidad obtenía un sólido 52% en el plebiscito. La gente, tal vez, entendió que la estadidad y la corrupción del PNP no son términos intercambiables como los independentistas y populares han querido hacer ver, y que el repudio fue solamente hacia ese partido que —por la descomposición surgida en los noventa y extendida hasta hoy— en la calle la gente sigue pensando que es el partido más corrupto de la historia.

Por acción directa, la corrupción ha cambiado la percepción y confianza del pueblo en la clase política, que muchas veces calla cuando el humo sale de sus casas, pero vociferan cuando es del vecino. La falta de pudor es impresionante a la vez que repugnante.

Puerto Rico tiene una dudosa distinción de tener a tres gobernadores procesados criminalmente. Pedro Rosselló fue enjuiciado en los tribunales estatales porque los asuntos de su pensión no estaban claros y el estado encontró evidencia que reafirmaba la oscuridad de los hechos. El tribunal no encontró causa. Igual con Aníbal Acevedo Vilá, que todo su entorno salió o se declaró culpable de delitos federales, pero un jurado lo encontró no culpable. Y ahora tenemos a Wanda Vázquez en espera de juicio por delitos serios contra la función pública y por recibir dinero para su campaña política a cambio de favores.

Todo este historial de corrupción ha manchado la imagen de los partidos; pero lo peor de todo es que ha afectado enormemente el buen nombre de Puerto Rico ante el gobierno federal y el Congreso de los Estados Unidos. De hecho, enemigos de la estadidad han usado la corrupción —mayormente la del PNP y escondiendo la del PPD— para desacreditarnos y hacer imposible un cambio favorable hacia la igualdad política. Es algo que el liderato de ese partido lo sabe, como igualmente en estos momentos ese partido guarda silencio ante los actuales casos, corriéndose el riesgo de que una convergencia de independentistas gane las próximas elecciones, y la estadidad se vea maltrecha porque el silencio ahogó la sensatez y la defensa de nuestro noble ideal.