La visita del gobernador a una gallera y ser un mero espectador de la jugada de gallos fue un acto cultural y, por igual, un reto al ordenamiento legal de los Estados Unidos. Desde 2018 este deporte está prohibido en todos los estados, aunque se juega clandestinamente en distintos lugares de la nación porque la tradición de la que está revestida es centenaria, algo que llegó

Pierluisi en la gallera

 al nuevo mundo por virtud de los imperios de la época, como en nuestro caso el español.

Estando prohibido por legislación federal la gente en Puerto Rico disfruta las jugadas y participa de las apuestas semanalmente que, por una ley aprobada bajo la gobernación de Wanda Vázquez, la fiscalización que el Departamento de Recreación y Deportes consuetudinariamente hace sigue protegiendo el interés público en cumplimiento con su responsabilidad fiduciaria. La hormona cultural del gallero derrota por mucho el mandato legal federal, que por la cláusula de supremacía de la Constitución de los Estados Unidos prevalece sobre la ley del estado.

Si hay un hecho cierto es que a través de la historia el movimiento estadista ha estado estrechamente vinculado a la jugada de gallos. Siendo una de las principales aficiones y entretenimientos del Puerto Rico del siglo diecinueve, al igual que ha ocurrido en la mayoría de la cuenca del Caribe, hubo un período de alrededor de treinta años donde estuvo prohibido, pues era una costumbre ajena a la cultura de los Estados Unidos. Sin embargo, fue Rafael Martínez Nadal quien salvó a los galleros mediante legislación cuando presidía el Senado de Puerto Rico.

Luego de aprobarse la legislación para legalizar las peleas de gallos, presentada por él en el Senado, la medida llega a la firma del gobernador Robert Hays Gore. Martínez Nadal le arranca una pluma a uno de sus gallos para que el gobernante de turno la introdujera en el tintero y firmara el proyecto para convertirlo en ley. Con ese gesto le puso a su gallo el nombre de “Justicia”, porque gracias a la estilográfica creada para la ocasión se les hizo justicia a lo galleros de Puerto Rico.

Fueron muchas las veces que su amigo Pedro Albizu Campos lo visitó en su casa de Guaynabo y que, entre sus temas de conversación, estaba la jugada de gallos. Se levantaban del balcón y caminaban hasta el patio donde Martínez Nadal le mostraba los gallos de pelea. En ocasiones le dijo: “Pedro, estos son mis bebés”, refiriéndose a los pollitos acabados de salir del cascarón y futuros combatientes.

Años después de la muerte de Rafael Martínez Nadal su hijo, Mario, visitaba las galleras y llevaba consigo el reloj de bolsillo de su padre, y cuando decía que lo tenía al momento de la firma del proyecto, venían los galleros a besar este artefacto que su invención fue para medir la existencia humana. Lamentablemente no se sabe el paradero del reloj.

Tradicionalmente las galleras en Puerto Rico eran los lugares donde los pobres y los ricos se encontraban para compartir sobre algo que tenían en común; su afición por los gallos. Eran sitios de camaradería, tertulia, tragos y comida, donde la amistad fluía a borbotones y que al encontrarse en el caminar por el pueblo la conversación sobre el tema surgía donde otros se unían y, por supuesto, se formaba un espontaneo conversatorio.

En el cuatrienio pasado se construyó en los predios del Capitolio un gallo como homenaje a todos los galleros de Puerto Rico, que lo recibieron con júbilo y agradecimiento. Con esto se demostró la defensa de los estadistas a esta centenaria costumbre y a que, distinto a España, el gallo es el toro del Caribe.

Pedro Pierluisi no fue a la gallera a jugar ni apostar. Fue como invitado. La prohibición está en que los gallos peleen, pues la ley federal lo considera crueldad contra animales, y ya hay un fuerte movimiento alrededor del mundo para defender la fauna de la intromisión indebida del ser humano. Sin embargo, la cultura resiste la ley, pues la violación al estatuto es una forma de reafirmar la puertorriqueñidad.

La cultura tiene fuerza volcánica en los pueblos. La corrida de toros en España y las fiestas de San Fermín poseen raíces milenarias. Sectores opositores no han podido erradicarla. Igual sucede con los gallos. Por debajo de la ilegalidad una costumbre permea en la psiquis de los jugadores como parte de su identidad cultural y personal y que se transmitirá siempre de generación a generación.