Apaguen que nos vamos – POR ALEXIS ZÁRRAGA VÉLEZ

Apaguen que nos vamos

POR ALEXIS ZÁRRAGA VÉLEZ, EL VOCERO – 11:40 AM
«Eso lo hacen todos los partidos», dirán los fotutos con síndrome de la mujer maltratada, porque al parecer esa frase es como un bálsamo para los débiles de espíritu
bandera

La semana pasada nos llegó la noticia que varios familiares de Alejandro García Padilla -ese muchachito que para el 2012 charlaba y le pedía asesoría en asuntos gubernamentales a las montañas de Coamo- están guisando en la nómina del gobierno.

“Eso lo hacen todos los partidos”, dirán los fotutos con síndrome de la mujer maltratada, porque al parecer esa frase es como un bálsamo para los débiles de espíritu. En este país al revés, en que lo más cercano que hemos tenido a un ensayo de revolución es mordernos los hombros y tirar puños en la Venta del Madrugador, sin pudor alguno esta semana nos vuelven a espetar otra designación perfumada de nepotismo, donde la esposa de Irving Faccio -director de campaña del gobernador- fue seleccionada como presidenta de la Corporación de Puerto Rico para la Difusión Pública.

Así funciona esta parodia de Estado Libre y Asociado. “Se bautiza el que tiene padrino”… y los que no tienen, breguen con eso y esperen pacientemente en el purgatorio a ver si en otra vida logran guisar. “Such is life”, nos dijo Jaime González hace cuatro años y pico; ahora nos lo recuerda bien “happy” Luisito Vigoreaux con su “1,500 pesos mensuales dan pa’ vivir” y sus jugosos contratos.

La mejor actuación de esta obra llamada “Hay que tener fuerza en la cara”, la dan los gobernantes que elegimos cuando nos dicen que “apostemos por Puerto Rico”. Nuestros imparciales, neutrales y objetivos analistas políticos aprueban con loas o fusilan con aplausos el talento histriónico de los charlatanes de turno, según el partido que los tenga en su plantilla y les dé el chenchito pa’ la jarana con vino y tapas, mientras sigue el tejemeneje y continúan cebándose el ego. Al parecer, el capricho natural de estos titanes es tratar de coger al pueblo de zángano. Como diría El Gabo: “Todos los recursos de la inteligencia humana puestos al servicio del ridículo”. Y a la orden de la francachela también.

Mi generación lleva afrontando desilusión tras desilusión. Nuestra memoria histórica comienza con La Gran Regata Colón ’92. Esa fue la última vez que miramos a otras personas del mundo, pues luego de eso nos adoctrinaron a solo mirarnos el ombligo. De chamaquitos nos vendieron la idea de que el trabajo duro nos daría cierta paz, estabilidad ecónomica, una casa como en los sitcom gringos, una Caravan pa’ darle trillas a la familia, y unas vacaciones en una casa de playa, donde al menos no encontráramos pampers sucios flotando ni colillas de cigarrillo decorando la arena. Laboramos fuertemente para llegar a ese nirvana del proletariado, y lo único seguro que tenemos en la actualidad es caer en un hoyo y reventar una goma una vez al mes, o coger un tiro en La Baldorioty a plena luz del día.

Crecimos con la paja mental que en el 2004 las Olimpiadas iban a ser en esta isla, porque en un país donde ni el baño de los peajes sirve, a alguien se le ocurrió la brillante idea de que se podía celebrar un evento de tal magnitud. Nos dijeron que había que ir a la Universidad, porque si no lo hacías, ibas a estar desempleado. Con suerte quizás terminarías trabajando en un Burger King, y hasta te marcarían con el carimbo de “la deshonra de la familia”. Afirmaron que todos éramos iguales, pero nos enseñaron que hay profesiones que tienen una importancia “casi divina”. Un gabán era la diferencia entre el “éxito” y lo ordinario, sacar una B en un examen era el primer paso para ser condenado a una vida “vulgar y corriente”.

“Yo quiero ser maestro” decía aquel anuncio de Goya, invitando a los jóvenes a estudiar pedagogía, y que ahora
debería tener una secuela del muchacho siendo maestro y con chekeré en mano en plena huelga por el Sistema de Retiro de Maestros. A pesar de todo ese fracatán de complejos y malas mañas sembradas, metimos manos e insistimos en la majadería de querer salir adelante.

Crecimos con el quincallero Rosselló vendiendo hasta nuestros dientes de leche. Nos graduamos de la escuela con Sila, y con el drama y el estrógeno de la época, lo más que recordamos de ella fue su tenaz empeño de creer en el amor en la tercera edad. Le suplicamos al hijo de Hernández Colón -del que no sabemos mucho, ni el nombre, ni sus ejecutorias, solo que es hijo de Cuchín y que no es el gordito- que fuera nuestro gobernador y nos ignoró. Sobrevivimos a Aníbal y sus trajes. Marchamos para que nos dieran un IVU más alto porque, tú sabes, había que hacer ajustes. Nos metieron la medicina amarga de Fortuño. Unos la probaron líquida, otros la probaron como enema. Vimos la fila del desempleo convertirse en un gran pub donde te encontrarías a todos tus panitas de high school.

Aún así, agolpeados por el tiempo y los malos ratos, seguimos conservando la esperanza y confianza en que las cosas mejorarían, porque a fin de cuentas “el cambio es la única constante”. Eso aplica en todo, menos a este limbo tropical. Hemos vivido con fe desde la década pasada -y esa es mi generación, porque las otras llevan viviendo así desde que Muñoz Marín se atornilló las nalgas en la silla de caudillo- y el chispito de optimismo que teníamos murió cuando en lo más cercano que hemos tenido a una epifanía celestial, Alejandro con la mirada perdida prometió que “mañana con el sol saldría un nuevo amanecer”. Casi caímos desmayados ante una profundidad filosófica que pondría a temblar al mismísimo Sócrates, y justo ahí comprendimos que esto se chavó bien chavaíto y no hay break.

Ya vamos modelando patas de gallina en la cara, tuvimos la osadía de multiplicarnos y estamos desfilando con prole. No solo buscamos el progreso para mantener el crédito decente, sino que tenemos pibes que dependen de nosotros y queremos dejarles una vida mejor. Como herida y resignada protagonista de novela, ya sabemos que el galán patán (que siempre es el mismo, solo cambia el color) nunca va a modificar su comportamiento. Ya nos sacudimos el romanticismo patriótico y no creemos en eso de que “con amor hasta morirse de hambre es bueno”. Ya nos cansamos de arroparnos cada noche con temor de que el alma quiera huir y se nos salga por los pies mientras dormimos. Las familias ricas, poderosas y politiqueras seguirán jugando a las monarquías y al inbreeding, repartiéndose el botín, los títulos y sueldazos entre ellos.

Nosotros, el pueblo trabajador, lo más cercano que tenemos a un milagro es montarnos en un avión e irnos a hacer un futuro en otro sitio. Para aquellos a los que Dios no le dio nada ni San Pedro los bendijo, el éxodo, la diáspora y el‘arranca pa’l ca’ son la únicas opciones para tener nuestra ahnelada redención. Muchachos, apaguen todo… que nos vamos.

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