El Tribunal Supremo – Por Erick Kolthoff Caraballo/ Juez asociado del Tribunal Supremo

{Los contratos de la Administración de Tribunales deben investigarse e imponerse responsabilidades para evitar que en futuro sean instrumentos de la política partidista con su mentalidad Latinoamericanista donde prevalece que lo judicial es un apéndice de las Oligarquías. En Puerto Rico desde los Jueces de Paz (En 1950 un Juez de Paz en Trujillo Alto firmó 3,000 Ordenes de Arresto sin nombre, las que llenaron los Alcaldes del PPD) que usaban para comprar votos con las fianzas e influencias con los Jurados, y hasta hace poco las asignaciones y designaciones eran por partidismo popular. Por eso el PPD SIEMPRE decidía Popular desde el 1949 en los casos políticos, salvo en el caso de las insignias. Es es la realidad histórica. Actuaban como un Comité PPD.}

17 de octubre de 2014

El Tribunal Supremo

Erick Kolthoff Caraballo/ Juez asociado del Tribunal Supremo

El diccionario de la Real Academia Española define “supremo” como “que no tiene superior en su línea”. En palabras sencillas, cuando hablamos del Tribunal Supremo nos referimos a un cuerpo (en la actualidad, una jueza presidenta y ocho jueces y juezas asociados) que se encuentra en el tope jerárquico de una de las ramas constitucionales de gobierno (la Rama Judicial) y que -como regla general- tiene la última palabra en cuanto a las controversias legales y constitucionales en el País.

En torno a las funciones y las prerrogativas de ese cuerpo llamado Tribunal Supremo versus las de su presidente, -juez o jueza- en el contexto de lo que es la dirección de la Rama Judicial, el Art. V, Sec. 7 de la Constitución establece: “El Tribunal Supremo adoptará reglas para la administración de los tribunales… El juez presidente dirigirá la administración de los tribunales”.

Jueces del Supremo

Jueces del Supremo

Como vemos, es evidente que el juez presidente es quien administra los tribunales, pero es igualmente evidente que es el cuerpo, el Tribunal Supremo, el que establece los parámetros de esa administración.

El patrón es muy similar a lo que ocurre en la Rama Legislativa. Tanto la Cámara de Representantes como el Senado cuentan con sus respectivos presidentes, los que gozan de los poderes necesarios para dirigir sus cuerpos. Sin embargo, ninguno de esos presidentes puede actuar por encima del reglamento de cada cuerpo, a no ser que la asamblea soberana del cuerpo se lo permita, ya sea dejando sin efecto en un momento dado alguna parte de ese reglamento o simplemente enmendándolo.

En ninguna de las ramas de gobierno una persona cuenta por sí sola con un poder irrestricto y mucho menos perenne. Pretender que un funcionario que nunca va a elecciones y cuyo nombramiento es prácticamente de por vida, como es la figura del juez (o jueza) presidente, dirija por sí sola y sin ninguna limitación o parámetros una de las ramas constitucionales de gobierno, es obviar que fue eso precisamente lo que se quiso evitar con la creación de la forma republicana de gobierno que exige el Art. I, Sec. 2 de la propia Constitución.

La forma republicana de gobierno significa uno dividido en tres partes, en el que ninguna de ellas goza de un poder absoluto. Lo que se alcanzó otrora con esta nueva forma de gobierno fue sepultar para siempre lo que acontecía en las monarquías, donde se vivía al capricho de una sola persona (el rey), cuyo mandato era irrevocable y su reinado era de por vida. De manera que, en una forma republicana de gobierno, la democracia (el poder en las manos del pueblo) implica no sólo el derecho a elegir, sino a elegir nuestros gobernantes (en plural) para que sean más de uno y ninguno tenga el poder absoluto.

En conclusión, es el Tribunal Supremo (a través de su poder inherente de reglamentar la administración de los tribunales) el que establece los parámetros y los linderos dentro de los cuales el juez (o la jueza) presidente ejerce su poder de administrar la Rama Judicial.

Mediante ese poder, el Tribunal Supremo, en su sola y sana discreción constitucional, puede ampliar o limitar las funciones del juez (o la jueza) presidente. Si decide limitarlo, puede hacerlo siempre y cuando su acción no resulte en un control del día a día de la administración de los tribunales; eso sería ejercer un poder que no le corresponde.

Por otro lado, tampoco puede el Tribunal Supremo, al ampliar los poderes de ese juez (o jueza) presidente si ese fuera el caso, abdicar de lo que es su responsabilidad constitucional de reglamentar y crear ese balance fiscalizador.

Así, me parece saludable para nuestra democracia la realidad constitucional que surge prístinamente del texto de nuestro documento supremo y que resumo en la siguiente expresión: la posición de juez (o jueza) presidente no es suprema; lo que es supremo es el Tribunal.

16 de octubre de 2014

¿Quién lleva puesta la toga?

Charles Hey Maestre/ Director ejecutivo de Servicios Legales

“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. (Artículo 1, Declaración Universal de los Derechos Humanos)

Ante el reciente y creciente debate público sobre la integridad e importancia imprescindible de la Rama Judicial en Puerto Rico, la noble aspiración del Artículo 1 Declaración Universal resuena poderosa. Los conceptos de igualdad y dignidad son de fundamental pertinencia para este debate y para Puerto Rico en este momento histórico.

La pertinencia surge del rol de la Rama Judicial en nuestra sociedad y sistema de gobierno. Por su diseño, es la única de las tres ramas que no responde directamente a la voluntad popular. Las personas que la integran no son electos, como otros funcionarios de gobierno. Ejercen sus funciones con una interacción limitada con el público. No dan explicaciones más allá de sus opiniones. No son interpelados por la Legislatura, en foros públicos o por la Prensa. Y eso tiene su razón de ser.

Quienes deciden cómo aplicar la ley, necesariamente deben actuar libres de influencias y presiones. Sus decisiones deben inspirar respeto a las leyes y confianza en el sistema que las hacer valer. Precisamente la imagen que ha surgido recientemente es que esa imparcialidad e integridad están deterioradas. Que hay parcialidad que está teñida de corrupción.

Confiamos en que se tomarán las acciones necesarias para restaurar una saludable imagen de esta rama y de la figura togada puertorriqueña. Pero queda otra preocupación que no figura en el álgido debate que se está dando: ¿quién lleva puesta la toga?

Más allá del asunto de la conducta ética, está la naturaleza propia de la Judicatura. ¿Es representativa de nuestra sociedad? Debemos preguntarnos: ¿cuántos jueces negros hay actualmente? ¿Cuántos miembros son de extracción dominicana? Y con la gran excepción de la honorable jueza Oronoz, ¿cuántas jueces gays o lesbianas?

La homogeneidad de la Judicatura es preocupante. Está compuesta en su inmensa mayoría de personas que provienen de sectores privilegiados o con conexiones políticas (pero usualmente sin experiencias de vida que los sensibilicen). Hay pocos jueces que, antes de ser togados dieron servicio a los pobres que componen el 50% del país. Y hay aún menos jueces que provienen del sector pobre. ¿Y cuántos jueces son producto del Departamento de Educación? Sabemos que son pocos y cada vez menos.

Con el tiempo la homogeneidad de la clase togada socava la confianza en la Rama Judicial, aún más que las controversias pasajeras de influencias indebidas y de una minoría que desconoce la ética. Esta realidad ignora la noble afirmación del Artículo 1. Si todas las personas son iguales en dignidad y derecho, se tiene que reflejar en el acceso a la toga.

Es por eso que exhortamos a la pregunta: ¿quién lleva la toga?, no sólo ¿cómo la llevan? Quienes la llevan deben haber tenido la experiencia de entender al menos poderoso, a las familias y a las comunidades humildes. Para poder aplicar el derecho en forma justa, hay que hacerlo no sólo sin discrimen, favoritismo político y preferencia monetaria; hay que hacerlo con la integridad y la sensibilidad que emanan de ver a todos los litigantes como iguales.

En las reformas que surjan, tiene que haber cambios que garanticen representatividad entre jueces; que eliminen el padrinazgo y lo sustituyan por el mérito; que nutran la Judicatura, no sólo de los círculos políticos usuales, sino de personas que hayan dedicado sus vidas a ampliar el acceso a la justicia.

Hay que lograr una mayor diversidad social, racial, étnica y de orientación sexual en nuestra Judicatura. Así salvaremos la Rama Judicial de ser desacreditada no sólo por los cuestionamientos temporales de corrupción, sino más importante, por una brecha estructural e insostenible entre el postulado de la igualdad humana y de la realidad de quiénes llevan puestas nuestras togas.

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