No somos ni pato ni gallareta – por Antonio Quiñones Calderón

Antonio Quiñones Calderón
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No somos ni pato ni gallareta

Cuando observo la indignación que enrojece el rostro de tantos líderes políticos acusando al Congreso de indiferencia ante el derecho de Puerto Rico a que se le trate en igualdad con los 50 estados de la Unión federal, pienso que no hay mal que por bien no venga.

Cuando escucho al presidente de uno de los cuerpos legislativos catalogar como “indigno”, “injusto” y “bochornoso” que el Congreso se mantenga ajeno al grave problema de Puerto Rico y exigir “acción urgente” para que le saque al territorio las castañas del fuego, considero que no todo está perdido.

Cuando escucho a una congresista de origen puertorriqueño afirmar que es hora de que el Congreso atienda los reclamos de Puerto Rico y les haga justicia a más de 3 millones de ciudadanos americanos, celebro que vamos por buen camino.

Cuando leo que una prominente líder del consejo legislativo de Nueva York, igualmente con raíces puertorriqueñas, aboga por la desobediencia civil para presionar al Congreso a buscarle solución al problema que enfrentan los puertorriqueños, entiendo que algo se está ganando.

Más me alborozo cuando escucho la vibrante oratoria del gobernador acusando al Congreso de discriminar racialmente con los puertorriqueños por su tardanza en socorrer al Estado Libre Asociado, porque veo que ya se va comprendiendo –aunque tardíamente y en función de dólares y centavos– lo que representa y daña la ausencia de igualdad política para todos los ciudadanos estadounidenses residentes en un territorio no incorporado.

Celebro todo eso porque me parece que la llegada de Puerto Rico al callejón sin salida –indeseada desde luego– a que lo ha traído el modelo económico colonial prevaleciente, y sin cambios sustanciales por más de siete décadas –agregado, claro está, las erradas políticas económicas, fiscales y contributivas de las pasadas dos décadas, con mayor desacierto durante el presente cuatrienio–, ha hecho caer en cuenta a muchos más de los que uno puede imaginar, de la realidad de la falta de los mecanismos efectivos –ora por vía de representación congresional (2 senadores y 5 congresistas) en el supuesto de un estado de la Unión federal, ora por la del Fondo Monetario Internacional y los demás organismos internacionales, caso de un estado soberano–, para el desarrollo permanente de nuestro pueblo; mecanismos, se ha comprobado decididamente, que no permite la condición colonial en que se bandea el pueblo de Puerto Rico.

Pienso que la sacudida fiscal que ha puesto a todos a mirar hacia el Congreso, por el que no votamos, como la única fuente de salvación del problema, conducirá al convencimiento de que de verdad, sin resolver el problema fundamental –el del estatus político bajo el que no somos ni pato ni gallareta–, no podrán resolverse de manera efectiva y permanente los demás problemas sociales y económicos constantemente nos aturden.

Vencida la actual lucha presupuestal y de déficit de gobierno, seguramente se hará presente, con los mismos bríos o más que los de ahora, la realmente vital batalla por acabar con la falta de poder político, con la desigualdad a que nos condena el actual estatus político.

Sí, es que pienso –y no sé si es resultado de desenfrenado optimismo– que esa misma indignación, esos mismos bríos, esos mismos síntomas de haber caído en cuenta de la realidad de inferioridad política en que nos hallamos –con sus profundas consecuencias económicas y sociales–, llevará a sacudir del marasmo colonial a quienes tan obcecadamente, estrellándose contra la pared de la realidad, insisten en la adoración de la colonia.

Pienso que, por fin, estamos preparados para cambiar de paradigma en la lucha que es de verdad imprescindible. La de exigir la solución del problema colonial causante de los demás. El espejo de España puede servir. Allí, una revolución intelectual que buscaba nuevas avenidas creadoras para enfrentar sus problemas políticos y económicos tratados sin cambio durante décadas en esa nación, produjo el movimiento Podemos. En Puerto Rico, decía hace unos días un destacado economista, nos hemos acostumbrado, indignamente, a entregarnos a otro movimiento: Pidamos.

Parece llegada la hora de exigir el más importante derecho de todo pueblo: la igualdad.

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