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La americanización es un fenómeno que se desarrolló en el siglo XIX en toda Latinoamérica. Esencialmente, fue adoptar las instituciones políticas y el marco constitucional de los Estados Unidos a la nueva realidad latinoamericana luego de las viejas colonias advenir a repúblicas independientes. Durante las guerras revolucionarias se distribuyeron por todo el continente la Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos, traducidas al español, y las biografías de Franklin y Washington. (Véase, Merle E. Simmons, La Revolución Norteamericana en la Independencia de Hispanoamérica).

Como repúblicas adoptaron el sistema federal de los Estados Unidos y muchos elementos de su constitución, como su Enmienda Décima que reconoce poderes a la demarcación política llamada “Estado”. Fue una asimilación del derecho constitucional que influyó en las nuevas constituciones latinoamericanas y luego dio la vuelta al globo con influencias en Europa, Asia, África y, a partir de los noventa del siglo pasado, en los nuevos países desmembrados de la vieja Yugoslavia. (Véase, George Athan Billias, American Constitutionalism Heard Round the World, 1776-1989).

Puerto Rico no fue excepción en ese movimiento que comienza en Latinoamérica y se extiende por el mundo. La interpretación en español de esos elementos constitucionales se dio a finales del siglo XIX y comienzos del XX. José Celso Barbosa fue pionero, para quien la americanización era “llegar a la plenitud de los derechos de la ciudadanía americana, del mismo modo, en la misma forma y en toda la integridad con que gozan los habitantes de cualquiera de las regiones metro-políticas que se llaman estados de la unión americana.”

Por su parte, Federico Degetau, hermano ideológico de Barbosa y primer comisionado residente en Washington, pensaba en 1904 que había que “dedicar todos nuestros esfuerzos al arraigo aquí de las instituciones americanas.” Dos años antes, Degetau llevó un caso ante los tribunales federales de que con la Ley Foraker éramos ciudadanos americanos, pero no tuvo éxito.

Para Rosendo Matienzo Cintrón, la americanización es “la civilización norteamericana y la civilización norteamericana es la libertad.” Entendió este masón y elocuente orador que “los puertorriqueños no ‘vamos a ninguna parte, si por patriotismo ruin, mal entendido, creemos que nuestra regeneración está en imitar todo lo pasado. Debe aceptarse la americanización, porque ello es aceptar la civilización.”

Luis Muñoz Rivera fue otro creyente en que Puerto Rico debía americanizarse, para él significaba que los puertorriqueños alcanzaran los mismos derechos que sus conciudadanos del norte, con la esperanza que llegará el día que “empezaremos a sentir el orgullo y la alegría de ser americanos”. Porque, para los principales líderes de su colectividad política, el “Partido Federal es americano, de un modo fundamental, y de que la hostilidad del gobierno no le apartaría de su americanismo.” En discurso pronunciado en 1899 afirmó que no debemos ser otra cosa que “buenos y leales americanos.”

Eugenio María de Hostos, figura cimera del procerato puertorriqueño, recomendó la americanización para Puerto Rico, al plantear que había que “poner al pueblo puertorriqueño en aptitud de vivir a la manera del pueblo americano.” Para él, se deberían “desarrollar los principios e instituciones jurídicamente americanas que han hecho de la federación de pueblos que se llama Estados Unidos de América la fuerza social más efectiva del mundo, porque tiene los más hondos basamentos de derecho.”

Lo que plantearon estos patricios puertorriqueños fue lo mismo que se dio en Latinoamérica; la americanización de las instituciones, la política y la del derecho constitucional. Esto se debió a que, como dijo Jorge Edwards, en el siglo XIX los Estados Unidos eran vistos como la primera nación que advenía a la modernidad. Sin embargo, en ellos hubo un sincretismo cultural, porque, aunque los conceptos eran americanos, la interpretación y aplicación era nuestra. (Véase, Esteva Fabregat, El Mestizaje en Iberoamérica).

Los elementos adoptados de los Estados Unidos enriquecieron nuestra realidad política y jurídica. El debido proceso de ley, el derecho de asociación, la libertad religiosa y la presunción de inocencia se convirtieron en parte consustancial del acervo jurídico y político nuestro, y de nuestra identidad, que está “hecha con elementos cruzados de varias culturas.” (Véase, Néstor García Canclini, Consumidores y Ciudadanos: conflictos multiculturales de la globalización).

La americanización es un hecho global que revolucionó la cultura mundial (Véase, Bolívar Echevarría, La Americanización de la Modernidad). Cada pueblo adopta elementos foráneos y le impregna sus propias características. En nuestra historia abundan ejemplos que son elementos conspicuos de nuestra personalidad de pueblo, y bajo cualquier alternativa ideológica siempre estaremos expuestos a todo tipo de influencia externa.